(Capítulo 7º)
(Terminada la guerra Anselmo vuelve de Francia. Durante su exilio en la Sierra Maldita Anselmo conoce a un personaje sobrenatural, Maese Lucio, quien le confunde con un antepasado. Durante una de sus charlas Lucio le cuenta un viaje que realizó de joven en busca del Libro de la Vida)
Las
Cuevas de la Indecisión,
los
Salones del Despiste…
Cada mes, coincidiendo con la Luna
Llena, Maese Lucio me visitaba. Mi pueblo era la última estación de su viaje,
tras la que regresaba a la casa solariega de mis mayores. Al ser estación
término sólo la suerte decidía que tipo de viandas feéricas llegarían íntegras
a mis fauces. Casi siempre quedaba parte de una hogaza, lo que ya de por sí
merecía la pena, y a veces medio queso, una vuelta de chorizos o longanizas,
tasajo, aceitunas, fruta... Todo debía consumirlo allí, en su compañía, porque
en las ocasiones en que quise llevarme, por ejemplo, un trozo de tocino para
regalo de Lucinda, este desaparecía por el camino misteriosamente. Con el vino
sucedía otro tanto. Lo bebía junto a Maese Lucio y me entonaba, pero si me
llevaba un pichel o jarra para degustarlo a solas en mi palomar se evaporaba.
En cada visita me traía nuevas de mis
parientes y aunque eran noticias con cinco siglos de retraso yo las celebraba
como actuales, tanto me iba metiendo en el papel que Maese Lucio me había
otorgado. Por supuesto, cuando se marchaba yo recuperaba la sensatez y me daba
cuenta de que había estado hablando con un fantasma, pero la comida que me daba
me alimentaba y el vino me caldeaba y enardecía como si fuera real. Para mí
todo era cierto, al menos mientras la presencia numinosa de Maese Lucio se
sentaba a mi lado y me hablaba con su voz llena de resonancias medievales y a
la vez extrañamente familiares. Porque si yo me parecía a mi antepasado
homónimo, Maese era la misma figura de Dionisio, el jefe de talleres de la
empresa familiar, cenetista de pro que firmaba largas y sentenciosas poesías
sociales en el semanario El Trabajo. No
se lo dije, claro. No lo hubiera entendido.
Cuando no hablábamos de mi familia o
yo le hacía extenderse sobre detalles de “mi” vida le gustaba contarme consejas
y sucedidos sobre la suya.
Así, una noche de primavera, surgió
de sus labios la historia del Libro de la Vida.
De jóvenes, Lucio y uno de sus primos
partieron a un largo viaje donde les pasaron cosas curiosas. Por aquel entonces
Lucio no había entrado todavía al servicio de mi padre y él y su primo Abilio
todavía soñaban con convertirse en pajes de algún caballero y marchar a la
guerra. Por consejo de sus familiares acudieron en una ocasión a consultar a un
oráculo que entonces vivía en una cueva junto al Duero. Era un anciano de
largas barbas que tenía fama de santo y se alimentaba de las limosnas de las
gentes del estado del Común, que le tenían ley. Ambos le consultaron sobre qué
debían hacer en el porvenir y hacia dónde encaminarían sus vidas.
El anciano les dijo que él nada
sabía de tales cosas, pero que debían encontrar el Libro de la Vida, donde
todas sus dudas estarían resueltas. Pero que no lo buscaran en las bibliotecas
o archivos de la ciudad ni del reino, pues era obra de sabios extranjeros de la
antigüedad. ¿Dónde hallarían tal prodigio?
Tampoco el anciano lo sabía, pues la
búsqueda de tal ciencia era en cada caso distinta y no había reglas generales.
Debían, en todo caso, dirigirse siempre hacia el Este y llegar a Tierra
Extranjera. ¿Y cómo sabrían que habían llegado a tal tierra? Signos
inconfundibles se lo indicarían.
Otros hubieran ignorado los consejos
del sabio e incluso se hubieran reído de él porque ¿quién había escuchado
alguna vez hablar del Libro de la Vida? Pero Maese Lucio era entonces joven y
fuerte y no tenía gran cosa que hacer amén de requebrar mozas y darse de
puñadas con sus compañeros de correrías y quiso saber qué había de verdad en
cuanto le contaba el sabio de largas barbas que vivía junto al Duero. En cuanto
a su primo, se limitaba a secundarle en cuanto él hacía, y en esta ocasión
haría lo mismo.
Así que una madrugada salieron por
las puertas de Oriente caballeros en sus jumentos sin despedirse de nadie.
Llevaban en las alforjas cuanto habían podido rapiñar en las despensas
familiares y en las bolsas sus magros ahorros, amén de cuantos préstamos habían
podido conseguir de sus amistades.
Anduvieron leguas y leguas siempre
hacia el Este, buscando en el cielo y la tierra las señales inequívocas de que
les hablara el sabio de las blancas barbas. Pero pasaban las semanas y las
señales seguían sin aparecer. Cruzaron países que debían ser extranjeros, pues
las gentes hablaban en lenguas que ellos no conocían, pero la tierra y los
cielos, a la postre, eran parecidos a de donde venían. Y así los hombres: de
dos ojos y una nariz, o las gallinas de dos patas y pico, o los cerdos con el
mismo rabo ensortijado. Nada insólito o desacostumbrado.
Se terminaban dineros y provisiones
y los dos jóvenes andaban ya pensando en abandonar la búsqueda cuando un
atardecer, al superar una enésima línea de montañas vieron ponerse el sol sobre
una tierra que les pareció desconocida y extraña. Ambos sintieron a la vez la
misma sensación, pero eso no era bastante. Entonces miraron al firmamento y en
él distinguieron no una sino tres lunas.
Y supieron que estaban en Tierra Extranjera.
La primera ciudad que encontraron en
su camino estaba amurallada y sobre ella se enseñoreaba un gran castillo.
Llamaron a las puertas de la ciudad, pues dado lo tardío de la hora estaban ya
cerradas. Tardaron en abrirlas, con gran aparato de cerrojos y descorrer de
trancas y cadenas. Ante ellos apareció el Landgrave de la ciudadela que les preguntó
el motivo de su visita. Junto a él venía un truchimán que les comunicó en un
castellano imperfecto que no podían franquearles la entrada.
Quedaron corridos y entristecidos
por la mala nueva, pero entonces el Landgrave, acompañado por su hijo y varios
caballeros les condujo a una casona que había extramuros de la ciudad.
Se les comunicó que no podía entrar
en la villa ningún extranjero hasta que conociera la lengua y los Usos y
Costumbres del País. Pero, contestaron Lucio y Abilio, ¿Cómo podremos aprender
la lengua y las costumbres si no nos dejáis convivir con vosotros?
El Landgrave les dijo, y el
truchimán tradujo:
“No sois los primeros a los que esto
les sucede. Por eso el consejo de la ciudad mandó edificar hace muchos años
esta casa que aquí veis. En ella pueden aposentarse los extranjeros y, si lo
desean, abrir taberna. De este modo aquí acudirán mis súbditos para beber y
comer y con el tiempo de ellos aprenderéis la lengua y costumbres. Entonces
podréis entrar en la ciudad y cumplir el objetivo de vuestra visita, la
búsqueda de ese Libro de la Vida del que nunca escuché hablar. También debéis
saber que es condición para ser admitidos que en el tiempo que paséis aquí
deberéis confeccionar un tapiz para mis estancias, pero, atención, nadie os proporcionará
hilo ni urdimbre para ello, tendréis que ingeniároslas como otros hicieron
antes que vosotros.”
Lucio y Abilio no tardaron mucho en
decidirse. Apenas les quedaba nada de su comida o viático y si no aceptaban la
propuesta tendrían que volver con el rabo entre las piernas mendigando durante
el viaje de vuelta. No tenían nada que perder y sí mucho que ganar. El
Landgrave les entregó la llave de la casona y se despidió de ellos deseándoles
éxito en la empresa.
A la mañana siguiente sus hombres les
trajeron leña abundante y les enseñaron dónde se guardaban los utensilios de
cocina, la vajilla, etc. Algo de vino quedaba en la bodega y en la despensa
algunas legumbres secas y condimentos, así que pudieron comenzar a atender a
los primeros feligreses. Por señas y ademanes algunos les propusieron venderles
hortalizas a crédito, con lo que ya a la noche siguiente pudieron servir a los
viajeros y estantes platos sencillos. No tardaron en ofrecerse vinateros y
carniceros a los que pudieron pagar al contado con lo poco que habían ido
recaudando. Concertaron con el panadero un servicio diario y otro tanto
hicieron con el lechero y el hombre que vendía huevos de gallina. A medida que
pasaron las semanas Lucio y Abilio pusieron en funcionamiento la feraz huerta
que había detrás de la casona y en sus corrales estabularon cerdos, conejos y
gallinas. También comenzaron a amasar y cocer el pan y, si les hubiera dado
tiempo, seguro que no hubieran dudado en prensar ellos mismos la uva y tener su
propia cosecha de vino.
La taberna tuvo gran éxito, pues los
dos castellanos servían platos y postres poco vistos en la comarca y la novedad
corrió de boca en boca, llegando gentes de pueblos y villorrios distantes.
Contrataron a una camarera de pechos y caderas generosas que acabó de redondear
el negocio. Como no les quedaba más remedio que tratar a diario con clientes y
proveedores, poco a poco, casi sin darse cuenta, fueron aprendiendo los
rudimentos del idioma y se impregnaron de las costumbres del lugar.
Quedaba la cuestión del misterioso
tapiz, y en eso no encontraron ayuda pues todos conocían la prohibición dictada
por el Landgrave de que les fueran servidos hilos ni lanas. A Lucio no se le
ocurría ninguna solución, pero Abilio, haciendo honor a su nombre, tuvo una idea.
Martilló en los bancos y taburetes de la taberna clavos cuyas puntas
sobresalían ligeramente de la madera. Los parroquianos, sin darse cuenta, iban
dejando por doquier hebras de sus vestiduras, briznas y jirones de sus ropas
que Abilio recogía con secreto y delectación cada noche, tras cerrar las
puertas y cartolas de la posada. Luego dedicaba una parte de la noche a hilar
este material y así fue reuniendo las bobinas suficientes para tejer el tapiz.
De esto Lucio nada sabía.
Cuando llevaban casi un año en la
taberna se presentó una noche el Landgrave y su hijo:
“ Les dimos de cenar un pisto castellano cocinado con lo mejor de la
huerta y luego un cordero lechal recién horneado y destapamos para ellos las
mejores botellas de vino de la bodega. Cuando acabó el ágape ambos se mostraron
muy contentos y manifestaron que hacía mucho tiempo que no cenaban tan bien.
Luego nos preguntaron si habíamos aprendido ya las costumbres del país y,
aunque no estábamos del todo seguros, les dijimos que sí. Nos hablaron un buen
rato en su propia lengua y nosotros les contestábamos en la misma, con lo cuál
quedaron satisfechos y nos dijeron que, si lo deseábamos, a partir de ese
momento podíamos movernos libremente por la ciudad y buscar, si persistíamos en
nuestra intención, el Libro de la Vida. Siempre y cuando, claro, hubiéramos
terminado el tapiz que debíamos entregarle. Yo quedé mohíno, pues lo había
olvidado completamente, pero entonces mi primo, con la mejor de sus sonrisas,
subió a sus habitaciones y regresó con un espléndido tapiz donde estaba
representado el castillo del Landgrave, con todas sus torres y barbacanas así como el escudo de su apellido. Era obra
de mérito, pues Abilio había mezclado con gusto muchos tejidos y colores
provenientes de las asentaderas de la mayoría de los súbditos del Landgrave y
con ellos había ensartado cuantos objetos encontraba cada noche al hacer la
limpieza: monedas, dijes, fíbulas, arillos, pendientes, bolitas de vidrio,
cadenitas, etc. Todo titilaba y embellecía el conjunto. El Landgrave quedó
maravillado y prometió colocarlo en la mejor de sus habitaciones.
Como no teníamos ni idea de dónde
encontrar el Libro de la Vida, les pedimos consejo y ellos nos encaminaron a un
paraje que algunos llamaban Cuevas de la Indecisión y otros Salones del
Despiste.
Durante el tiempo que regentamos la
taberna logramos reunir una buena cantidad de la moneda local ya que
trabajábamos casi sin parar y dormíamos en el mismo edificio, pues no teníamos
permiso para movernos más allá de los límites de la casa y la huerta anexa. El
caso es que disponíamos de ciertos medios de vida y con ellos tomamos en
alquiler una pequeña casa de dos alturas en los arrabales. Y una vez instalados,
modesta pero confortablemente, reiniciamos la búsqueda del Libro de la Vida.
No tuvimos ningún problema en
encontrar las Cuevas de la Indecisión pero antes de pasar a describirlas quiero
explicar la razón de que tuvieran dos nombres en vez de uno, como es cosa
cabal. Unos les llamaban cuevas y
otros salones, pues era difícil de precisar
si eran obra de Natura o de la mano del hombre. Yo creo que ambas cosas, es
decir, que en su origen fueron cuevas excavadas por los elementos pero que
luego el hombre, aunque no se sepa quién ni cuándo, fue añadiéndoles estancias,
tallando sus paredes a escuadra y colocando puertas, hornacinas y anaqueles.
Para comprender porqué les llamaban De la Indecisión bastaba con darse un
paseo por ellas: todo cuanto se veía allí era incompleto, indefinido,
inconstante, y producía en el viajero curioso el efecto de no decidirse nunca
ni por una cosa ni por otra. Lo que nos lleva a su segundo nombre Del despiste, tomando este vocablo no en
el sentido habitual de la distracción, sino en el verdadero de perder u olvidar
una pista, pues era frecuente que por sus salones y pasillos deambularan
personas a la vez despistadas e indecisas sobre qué camino tomar.
Pero todo se comprenderá mejor si
narro mi primer viaje a las misteriosas y sin duda embrujadas cuevas.
Las cuevas tienen una entrada y una
salida. Se entra a ellas generalmente por unas grandes puertas que se abren en
un colosal edificio de piedra en la plaza mayor de la villa. Las puertas suelen
estar cerradas pero cualquiera puede abrirlas pues no tienen cerradura alguna
ni pueden atrancarse desde el interior. La salida está a varias leguas de allí,
a la orilla del río que lame las murallas de la ciudad.
Una mañana entramos en los Salones
mi primo y yo tras habernos asesorado en las tascas y mentideros de la villa.
Lo primero que sorprende al visitante es encontrarse con un amplio zaguán donde
se acumulan pacas, sacos y cajones abandonados allí por quienes han querido
llevarse algo del contenido de la cueva. Por razones que luego iremos
explicando es muy raro que alguien saque algún objeto de los salones, pese a
que están atestados de cosas en apariencia valiosas. Pero sucede que a poco que
se hayan recorrido un par de salas o pasillos la abundancia de artículos que se
ofrecen al ojo del viajero hace olvidar las primeras intenciones y queriéndose
llevar uno todo cuanto contempla, termina por no llevarse nada. También pasa
que los objetos que a primera vista parecen magníficos con el entusiasmo del
descubrimiento luego mirados con atención resultan todos imperfectos,
sucediendo que nada es lo que parece. Y es también cosa portentosa comprobar,
según dicen, que las pocas cosas que alguno ha conseguido sacar de allí, una
vez que las tiene en casa le van pareciendo poco a poco de peor calidad y valor
y rara vez se consiguen vender o trocar por otras mercancías, por lo que es
frecuente que muchos terminen por devolverlas a donde las cogieron. Eso
explica, junto a la indecisión de los más, que terminan por no llevarse nada,
los numerosos bultos que pueden verse a la entrada, algunos cubiertos ya de
polvo.
Las cuevas están iluminadas de noche
y de día. De día por las numerosas aspilleras y ventanales que hacen venir la
luz de arriba y de los costados. De noche por numerosas lámparas que suelen
hallarse en casi todas las estancias y que cualquiera que lo desee puede encender.
Es muy raro, sea la hora que sea,
que los salones estén solitarios, siempre hay curiosos recorriéndolos y aunque
es tradición que nadie ha muerto allí y que todo el mundo termina saliendo al
exterior, lo cierto es que hay personas que llevan semanas e incluso meses allí
sin que se decidan a salir, por lo que los hombres del Landgrave tienen
encomendado hacer una patrulla a la semana y ayudar a encontrar la entrada a
los más enconados en su indecisión.
Mi primo y yo entramos con algo de
temor pese a las seguridades que se nos habían dado y pronto quedamos
maravillados por lo que vimos.
Como ya adelantamos, hay numerosos
anaqueles tallados en la propia roca, pero también de madera, así como armarios
toscamente fabricados. Por el suelo se apilan cajas y sacos conteniendo a veces
carbón, cal, yeso u otros minerales para mí desconocidos. Los armarios pueden
estar repletos, por ejemplo, de loza o cristal y al principio uno se maravilla
de tanta riqueza, pero los platos o vasos, mirados de cerca parecen de poca
calidad y todos tienen alguna tara por pequeña que sea. Pueden hallarse cajones
de madera llenos de llaves y cerrajas, pero -por más que se intente- ninguna
casa. Lo mismo pasa con los herrajes y talabartes de monturas, que observados
con minucia demuestran estar mal concebidos o ser de medidas extrañas. Son
frecuentes las imágenes religiosas o las panoplias de armas con escudos,
lanzas, alabardas o espadas. Pero todo ello, visto de cerca, resulta ser de
poco mérito y escaso arte. Las imágenes deben ser de santos poco conocidos del
santoral, como San Panegírico o Santa Limaholla, por recoger dos nombres que
recuerdo y hallarse, como los más comunes, en actitud de ser desollados o a
punto de ser punzados en el abdomen con flechas o lanzas, o rebanados miembros
o senos, cual es tradición en las imágenes que venera la Santa Madre Iglesia.
Hay salones enteros conteniendo
conservas de pescado, salazones y ahumados así como chorizos, cecinas o
jamones, pero si uno los prueba, sin llegar a rechazarlos como incomestibles,
los haya faltos de sabor o medio averiados, lo que no es óbice para que muchos
de los paseantes que conviven durante semanas y aún meses allí, den cuenta de
ellos. Otrosí sucede con el vino o los licores, que abundan en estancias que son
verdaderas bodegas y pueden encontrarse de los más lejanos orígenes, Madeiras,
Xereces, Malvasías… pero todos defraguados y contagiados de olores y sabores
poco agradables cuando no a punto de picarse o enmohecerse.
Hay también, sin orden ni concierto,
bibliotecas y salas de mapas, pero suele suceder que los libros están escritos
en lenguas desconocidas y que cuando uno encuentra alguno en la suya, los
autores no son de nombre y los textos carecen de fuste e interés. Lo mismo pasa
con los mapas, que versan sobre continentes e islas ignotos y que incluso
cuando aparece, por ejemplo, una isla familiar como Córcega o Mallorca, sus
contornos son deformes y las ciudades y puertos en ellas consignadas no son los
verdaderos.
También ojeé tomos de botánica o
zoología y volví a encontrarme con plantas y animales que, que yo sepa, no
existen sobre este mundo sublunar.
Decenas o hasta centenas de armarios
contienen trajes y vestiduras de toda condición, pero por mucho que se busque y
rebusque es raro encontrar ninguno que corresponda a la talla de cada cual, y
si por casualidad sucede entonces se comprueba que las costuras están
deshilvanadas, los corchetes o botones no se corresponden con los ojales, las
perneras o mangas son desparejas, etc. Y lo mismo pasa con las calzas o
borceguíes que parecen pensados para pantorrillas o pies zambos o zopos,
castigados por alguna enfermedad deformante. Y si hablamos de sombreros,
rodelas o chambergos o son poco profundos y se deslizan de la nuca, o –por el
contrario- se encasquetan hasta la nariz impidiendo la visión.
Las cuevas son muchas y dudo que
nadie las haya recorrido todas, pero por raro que parezca, no es fácil perderse
en ellas. Ni aun que quisiera podría hacer un mapa de memoria, pero la
impresión que dan es de empezar de modo angosto e ir luego aumentando
paulatinamente en su número hasta una cierta distancia, mermando de nuevo luego
a medida que se aproxima la salida. Como un cardumen de peces, o la forma de un
huso, si se prefiere.
Pasamos casi todo un día curioseando
al albur. Al principio hicimos acopio de cosas que creíamos de valor, pero al
poco veíamos otras y dejábamos las primeras, o nos cansábamos de llevar su
peso. Como era común encontrarnos con otros paseantes les preguntamos por el
Libro de la Vida, pero nadie supo darnos razón de él. Así que cada vez que
veíamos anaqueles de libros, o también cajones, pues los de inferior calidad y
presencia se guardaban en cofres de madera, mareábamos sus lomos buscando las
palabras que nos interesaban, pero siempre sin éxito. Al final del día, cuando
ya anochecía, encontramos la salida, tras recorrer cientos de salas y haber
andado, creo yo, dos o tres leguas.
Volvimos en varias ocasiones pero
nunca hayamos el libro. No obstante yo pasé muchas horas, mientras mi primo curioseaba
por los alrededores, consultando volúmenes al azar y a veces lo que allí leía
me pareció tan notable que lo anoté en un pergamino que siempre suelo llevar
conmigo.
Poco a poco comencé a sospechar que
el Libro de la Vida quizá no existiera, porque la vida de cada cuál es
diferente y lo que uno piense o haya descubierto, por acertado que sea, no casa
del todo con nadie más que él. Y porque tampoco somos los mismos cuando
nacemos, que de niños, cuando mozos u hombres cabales ni ya en la senectud. Y
fui pensando, a medida que leía y releía muchas de las cosas que iba anotando
en mi pergamino que, al cabo, el Libro de la Vida es la vida misma y que hay
que esperar a llegar al último día para escribir la página postrera. Por lo que
le dije a mi primo, vayámonos de aquí,
volvamos a casa. Y él, también harto de aventuras, me abrazó con alegría.
Y fue cosa que al salir de la ciudad
pocos días después, tras habernos despedido del Landgrave y su hijo que nos
colmaron de regalos y bendiciones, observé que siendo como era el atardecer y
casi justamente la misma estación del año que el día que llegamos y poco más o
menos la misma hora, veíase el sol ocultándose por poniente, pero en el cielo
había una sola luna.
Quedeme pasmado pero por una vez
fue mi primo, a quien tengo por un poco
sandio, quien viéndome extático me dijo: eso
es porque esta tierra ya no es extranjera.
Y
así era, pues la habíamos hecho nuestra hora a hora y día a día, y nos apenaba
salir de ella y no volver a ver a sus gentes, muchas de las cuáles se habían
convertido en nuestros amigos. Pero era más la gana que teníamos de volver a
nuestra tierra, a la Castilla Gentil, donde vive la gente fuerte y cabal que no
teme la muerte. Y allí regresamos.
Mi vida ya declina, pronto moriré y
es por eso que considero la ocasión llegada de contaros un pequeño secreto que
juré al Landgrave nunca revelar. Antes de despedirnos quise conocer el misterio
de las Cuevas de la Indecisión o los Salones del Despiste. Cuanto más pensaba
en ellos menos los entendía. Y quise saber. He aquí lo que el Landgrave me
contó:
“Como sois persona observadora y no
estúpida algo habréis sospechado, pues, que los víveres y bienes que habéis
visto en las cuevas muchos terminarían por robinarse y enmohecer si no sucediera
-como sucede- que alguien los renueva de vez en cuando, y otro tanto acaece con
el cúmulo de cosas inútiles y mal elaboradas de que se nutren los salones.
Habréis deducido que son hombres y no trasgos o demontres quienes hacen este
trabajo de tanto en tanto. Los objetos que habéis visto provienen de todo el
condado y nos son suministrados por las guildas y gremios de artesanos y la
mayoría son fruto del trabajo inmaduro de los aprendices. En lugar de
destruirlos o quemarlos los traen aquí y otro tanto pasa si en algún obrador el
pastelero hace tortas de manteca demasiado rancia o la mermelada lleva mucho
azúcar… O un tabernero descubre en su bodega vinos o licores ya no aptos para
ofrecerlos a su feligresía. Todo llega aquí y aquí se guarda, al menos durante
un tiempo.
Y ahora me preguntaréis cuál es el
objeto de tal trasiego. Permitidme que me adelante. La idea se le ocurrió a un
antepasado mío hace ya varias generaciones. Observó que sus conciudadanos a
menudo se preocupaban demasiado por los bienes terrenales y daban en acumular
objetos no por su función o por el placer que nos proporcionan, sino por el
mero hecho de tener más y más cosas, atiborrando las casas y dedicándose unos a
emular a otros en una actividad sin sentido. Pensó mi ancestro que si cada cuál
pudiera disponer de cantidades ilimitadas llenaría pronto su casa con ellas y
no mucho después comenzaría a percatarse de su error. Hay, sí, algunos débiles
de caletre que acuden a las Cuevas y se llevan sacos llenos alcayatas torcidas,
velas sin pabilo o guantes de seis dedos, pero la mayoría, tras un corto
tiempo, devuelven las cosas al lugar donde las recogieron. Y otro tanto sucede
con la comida, la ropa o cualquier otro producto de comercio o artesanía de los
que abundan en los Salones. La visita a sus estancias sirve de cura al afán de
poseer y de gastar y tras unos cuantos paseos el pueblo comprende que basta con
poco para vivir, pero es mejor que ese poco sea bueno, y prefieren un traje
modesto pero bien cortado o un plato de nabos con tocino bien aliñados a un
faisán demasiado condimentado, quemado por un lado y crudo por el otro. Así que
si me preguntáis porqué mi antepasado creó este delirio y porqué yo lo
mantengo, os diré que por edificar el carácter del pueblo e instruirlo y
porque, olvidándose del tener,
comience a preocuparse del ser...”
Esta fábula, a la que podía
extraerse una moraleja bien contemporánea, le hubiera gustado mucho a Juan
García Oliver, con el que terminé manteniendo tertulia cuando visitaba
Barcelona, mientras era Ministro de Justicia. ¿Dónde andará ahora García
Oliver? Le imagino de camarero[1] en
la Côte D´Azur o en Brighton. ¿Qué
tal preparas el Mint Julep, ministro?