miércoles, 28 de noviembre de 2012


(Capítulo 7º)

(Terminada la guerra Anselmo vuelve de Francia. Durante su exilio en la Sierra Maldita Anselmo conoce a un personaje sobrenatural, Maese Lucio, quien le confunde con un antepasado. Durante una de sus charlas Lucio le cuenta un viaje que realizó  de joven en busca del Libro de la Vida)


Las Cuevas de la Indecisión,
los Salones del Despiste…

            Cada mes, coincidiendo con la Luna Llena, Maese Lucio me visitaba. Mi pueblo era la última estación de su viaje, tras la que regresaba a la casa solariega de mis mayores. Al ser estación término sólo la suerte decidía que tipo de viandas feéricas llegarían íntegras a mis fauces. Casi siempre quedaba parte de una hogaza, lo que ya de por sí merecía la pena, y a veces medio queso, una vuelta de chorizos o longanizas, tasajo, aceitunas, fruta... Todo debía consumirlo allí, en su compañía, porque en las ocasiones en que quise llevarme, por ejemplo, un trozo de tocino para regalo de Lucinda, este desaparecía por el camino misteriosamente. Con el vino sucedía otro tanto. Lo bebía junto a Maese Lucio y me entonaba, pero si me llevaba un pichel o jarra para degustarlo a solas en mi palomar se evaporaba.
            En cada visita me traía nuevas de mis parientes y aunque eran noticias con cinco siglos de retraso yo las celebraba como actuales, tanto me iba metiendo en el papel que Maese Lucio me había otorgado. Por supuesto, cuando se marchaba yo recuperaba la sensatez y me daba cuenta de que había estado hablando con un fantasma, pero la comida que me daba me alimentaba y el vino me caldeaba y enardecía como si fuera real. Para mí todo era cierto, al menos mientras la presencia numinosa de Maese Lucio se sentaba a mi lado y me hablaba con su voz llena de resonancias medievales y a la vez extrañamente familiares. Porque si yo me parecía a mi antepasado homónimo, Maese era la misma figura de Dionisio, el jefe de talleres de la empresa familiar, cenetista de pro que firmaba largas y sentenciosas poesías sociales en el semanario El Trabajo. No se lo dije, claro. No lo hubiera entendido.
            Cuando no hablábamos de mi familia o yo le hacía extenderse sobre detalles de “mi” vida le gustaba contarme consejas y sucedidos sobre la suya.
            Así, una noche de primavera, surgió de sus labios la historia del Libro de la Vida.
            De jóvenes, Lucio y uno de sus primos partieron a un largo viaje donde les pasaron cosas curiosas. Por aquel entonces Lucio no había entrado todavía al servicio de mi padre y él y su primo Abilio todavía soñaban con convertirse en pajes de algún caballero y marchar a la guerra. Por consejo de sus familiares acudieron en una ocasión a consultar a un oráculo que entonces vivía en una cueva junto al Duero. Era un anciano de largas barbas que tenía fama de santo y se alimentaba de las limosnas de las gentes del estado del Común, que le tenían ley. Ambos le consultaron sobre qué debían hacer en el porvenir y hacia dónde encaminarían sus vidas.
            El anciano les dijo que él nada sabía de tales cosas, pero que debían encontrar el Libro de la Vida, donde todas sus dudas estarían resueltas. Pero que no lo buscaran en las bibliotecas o archivos de la ciudad ni del reino, pues era obra de sabios extranjeros de la antigüedad. ¿Dónde hallarían tal prodigio?
            Tampoco el anciano lo sabía, pues la búsqueda de tal ciencia era en cada caso distinta y no había reglas generales. Debían, en todo caso, dirigirse siempre hacia el Este y llegar a Tierra Extranjera. ¿Y cómo sabrían que habían llegado a tal tierra? Signos inconfundibles se lo indicarían.
            Otros hubieran ignorado los consejos del sabio e incluso se hubieran reído de él porque ¿quién había escuchado alguna vez hablar del Libro de la Vida? Pero Maese Lucio era entonces joven y fuerte y no tenía gran cosa que hacer amén de requebrar mozas y darse de puñadas con sus compañeros de correrías y quiso saber qué había de verdad en cuanto le contaba el sabio de largas barbas que vivía junto al Duero. En cuanto a su primo, se limitaba a secundarle en cuanto él hacía, y en esta ocasión haría lo mismo.
            Así que una madrugada salieron por las puertas de Oriente caballeros en sus jumentos sin despedirse de nadie. Llevaban en las alforjas cuanto habían podido rapiñar en las despensas familiares y en las bolsas sus magros ahorros, amén de cuantos préstamos habían podido conseguir de sus amistades.
            Anduvieron leguas y leguas siempre hacia el Este, buscando en el cielo y la tierra las señales inequívocas de que les hablara el sabio de las blancas barbas. Pero pasaban las semanas y las señales seguían sin aparecer. Cruzaron países que debían ser extranjeros, pues las gentes hablaban en lenguas que ellos no conocían, pero la tierra y los cielos, a la postre, eran parecidos a de donde venían. Y así los hombres: de dos ojos y una nariz, o las gallinas de dos patas y pico, o los cerdos con el mismo rabo ensortijado. Nada insólito o desacostumbrado.
            Se terminaban dineros y provisiones y los dos jóvenes andaban ya pensando en abandonar la búsqueda cuando un atardecer, al superar una enésima línea de montañas vieron ponerse el sol sobre una tierra que les pareció desconocida y extraña. Ambos sintieron a la vez la misma sensación, pero eso no era bastante. Entonces miraron al firmamento y en él distinguieron no una sino tres lunas. Y supieron que estaban en Tierra Extranjera.
            La primera ciudad que encontraron en su camino estaba amurallada y sobre ella se enseñoreaba un gran castillo. Llamaron a las puertas de la ciudad, pues dado lo tardío de la hora estaban ya cerradas. Tardaron en abrirlas, con gran aparato de cerrojos y descorrer de trancas y cadenas. Ante ellos apareció el Landgrave de la ciudadela que les preguntó el motivo de su visita. Junto a él venía un truchimán que les comunicó en un castellano imperfecto que no podían franquearles la entrada.
            Quedaron corridos y entristecidos por la mala nueva, pero entonces el Landgrave, acompañado por su hijo y varios caballeros les condujo a una casona que había extramuros de la ciudad.
            Se les comunicó que no podía entrar en la villa ningún extranjero hasta que conociera la lengua y los Usos y Costumbres del País. Pero, contestaron Lucio y Abilio, ¿Cómo podremos aprender la lengua y las costumbres si no nos dejáis convivir con vosotros?
            El Landgrave les dijo, y el truchimán tradujo:
            “No sois los primeros a los que esto les sucede. Por eso el consejo de la ciudad mandó edificar hace muchos años esta casa que aquí veis. En ella pueden aposentarse los extranjeros y, si lo desean, abrir taberna. De este modo aquí acudirán mis súbditos para beber y comer y con el tiempo de ellos aprenderéis la lengua y costumbres. Entonces podréis entrar en la ciudad y cumplir el objetivo de vuestra visita, la búsqueda de ese Libro de la Vida del que nunca escuché hablar. También debéis saber que es condición para ser admitidos que en el tiempo que paséis aquí deberéis confeccionar un tapiz para mis estancias, pero, atención, nadie os proporcionará hilo ni urdimbre para ello, tendréis que ingeniároslas como otros hicieron antes que vosotros.”
            Lucio y Abilio no tardaron mucho en decidirse. Apenas les quedaba nada de su comida o viático y si no aceptaban la propuesta tendrían que volver con el rabo entre las piernas mendigando durante el viaje de vuelta. No tenían nada que perder y sí mucho que ganar. El Landgrave les entregó la llave de la casona y se despidió de ellos deseándoles éxito en la empresa.
            A la mañana siguiente sus hombres les trajeron leña abundante y les enseñaron dónde se guardaban los utensilios de cocina, la vajilla, etc. Algo de vino quedaba en la bodega y en la despensa algunas legumbres secas y condimentos, así que pudieron comenzar a atender a los primeros feligreses. Por señas y ademanes algunos les propusieron venderles hortalizas a crédito, con lo que ya a la noche siguiente pudieron servir a los viajeros y estantes platos sencillos. No tardaron en ofrecerse vinateros y carniceros a los que pudieron pagar al contado con lo poco que habían ido recaudando. Concertaron con el panadero un servicio diario y otro tanto hicieron con el lechero y el hombre que vendía huevos de gallina. A medida que pasaron las semanas Lucio y Abilio pusieron en funcionamiento la feraz huerta que había detrás de la casona y en sus corrales estabularon cerdos, conejos y gallinas. También comenzaron a amasar y cocer el pan y, si les hubiera dado tiempo, seguro que no hubieran dudado en prensar ellos mismos la uva y tener su propia cosecha de vino.
            La taberna tuvo gran éxito, pues los dos castellanos servían platos y postres poco vistos en la comarca y la novedad corrió de boca en boca, llegando gentes de pueblos y villorrios distantes. Contrataron a una camarera de pechos y caderas generosas que acabó de redondear el negocio. Como no les quedaba más remedio que tratar a diario con clientes y proveedores, poco a poco, casi sin darse cuenta, fueron aprendiendo los rudimentos del idioma y se impregnaron de las costumbres del lugar.
            Quedaba la cuestión del misterioso tapiz, y en eso no encontraron ayuda pues todos conocían la prohibición dictada por el Landgrave de que les fueran servidos hilos ni lanas. A Lucio no se le ocurría ninguna solución, pero Abilio, haciendo honor a su nombre, tuvo una idea. Martilló en los bancos y taburetes de la taberna clavos cuyas puntas sobresalían ligeramente de la madera. Los parroquianos, sin darse cuenta, iban dejando por doquier hebras de sus vestiduras, briznas y jirones de sus ropas que Abilio recogía con secreto y delectación cada noche, tras cerrar las puertas y cartolas de la posada. Luego dedicaba una parte de la noche a hilar este material y así fue reuniendo las bobinas suficientes para tejer el tapiz. De esto Lucio nada sabía.
            Cuando llevaban casi un año en la taberna se presentó una noche el Landgrave y su hijo:
“ Les dimos de cenar un pisto castellano cocinado con lo mejor de la huerta y luego un cordero lechal recién horneado y destapamos para ellos las mejores botellas de vino de la bodega. Cuando acabó el ágape ambos se mostraron muy contentos y manifestaron que hacía mucho tiempo que no cenaban tan bien. Luego nos preguntaron si habíamos aprendido ya las costumbres del país y, aunque no estábamos del todo seguros, les dijimos que sí. Nos hablaron un buen rato en su propia lengua y nosotros les contestábamos en la misma, con lo cuál quedaron satisfechos y nos dijeron que, si lo deseábamos, a partir de ese momento podíamos movernos libremente por la ciudad y buscar, si persistíamos en nuestra intención, el Libro de la Vida. Siempre y cuando, claro, hubiéramos terminado el tapiz que debíamos entregarle. Yo quedé mohíno, pues lo había olvidado completamente, pero entonces mi primo, con la mejor de sus sonrisas, subió a sus habitaciones y regresó con un espléndido tapiz donde estaba representado el castillo del Landgrave, con todas sus torres y barbacanas  así como el escudo de su apellido. Era obra de mérito, pues Abilio había mezclado con gusto muchos tejidos y colores provenientes de las asentaderas de la mayoría de los súbditos del Landgrave y con ellos había ensartado cuantos objetos encontraba cada noche al hacer la limpieza: monedas, dijes, fíbulas, arillos, pendientes, bolitas de vidrio, cadenitas, etc. Todo titilaba y embellecía el conjunto. El Landgrave quedó maravillado y prometió colocarlo en la mejor de sus habitaciones.
            Como no teníamos ni idea de dónde encontrar el Libro de la Vida, les pedimos consejo y ellos nos encaminaron a un paraje que algunos llamaban Cuevas de la Indecisión y otros Salones del Despiste.
            Durante el tiempo que regentamos la taberna logramos reunir una buena cantidad de la moneda local ya que trabajábamos casi sin parar y dormíamos en el mismo edificio, pues no teníamos permiso para movernos más allá de los límites de la casa y la huerta anexa. El caso es que disponíamos de ciertos medios de vida y con ellos tomamos en alquiler una pequeña casa de dos alturas en los arrabales. Y una vez instalados, modesta pero confortablemente, reiniciamos la búsqueda del Libro de la Vida.
            No tuvimos ningún problema en encontrar las Cuevas de la Indecisión pero antes de pasar a describirlas quiero explicar la razón de que tuvieran dos nombres en vez de uno, como es cosa cabal. Unos les llamaban cuevas y otros salones, pues era difícil de precisar si eran obra de Natura o de la mano del hombre. Yo creo que ambas cosas, es decir, que en su origen fueron cuevas excavadas por los elementos pero que luego el hombre, aunque no se sepa quién ni cuándo, fue añadiéndoles estancias, tallando sus paredes a escuadra y colocando puertas, hornacinas y anaqueles.
            Para comprender porqué les llamaban De la Indecisión bastaba con darse un paseo por ellas: todo cuanto se veía allí era incompleto, indefinido, inconstante, y producía en el viajero curioso el efecto de no decidirse nunca ni por una cosa ni por otra. Lo que nos lleva a su segundo nombre Del despiste, tomando este vocablo no en el sentido habitual de la distracción, sino en el verdadero de perder u olvidar una pista, pues era frecuente que por sus salones y pasillos deambularan personas a la vez despistadas e indecisas sobre qué camino tomar.
            Pero todo se comprenderá mejor si narro mi primer viaje a las misteriosas y sin duda embrujadas cuevas.
            Las cuevas tienen una entrada y una salida. Se entra a ellas generalmente por unas grandes puertas que se abren en un colosal edificio de piedra en la plaza mayor de la villa. Las puertas suelen estar cerradas pero cualquiera puede abrirlas pues no tienen cerradura alguna ni pueden atrancarse desde el interior. La salida está a varias leguas de allí, a la orilla del río que lame las murallas de la ciudad.
            Una mañana entramos en los Salones mi primo y yo tras habernos asesorado en las tascas y mentideros de la villa. Lo primero que sorprende al visitante es encontrarse con un amplio zaguán donde se acumulan pacas, sacos y cajones abandonados allí por quienes han querido llevarse algo del contenido de la cueva. Por razones que luego iremos explicando es muy raro que alguien saque algún objeto de los salones, pese a que están atestados de cosas en apariencia valiosas. Pero sucede que a poco que se hayan recorrido un par de salas o pasillos la abundancia de artículos que se ofrecen al ojo del viajero hace olvidar las primeras intenciones y queriéndose llevar uno todo cuanto contempla, termina por no llevarse nada. También pasa que los objetos que a primera vista parecen magníficos con el entusiasmo del descubrimiento luego mirados con atención resultan todos imperfectos, sucediendo que nada es lo que parece. Y es también cosa portentosa comprobar, según dicen, que las pocas cosas que alguno ha conseguido sacar de allí, una vez que las tiene en casa le van pareciendo poco a poco de peor calidad y valor y rara vez se consiguen vender o trocar por otras mercancías, por lo que es frecuente que muchos terminen por devolverlas a donde las cogieron. Eso explica, junto a la indecisión de los más, que terminan por no llevarse nada, los numerosos bultos que pueden verse a la entrada, algunos cubiertos ya de polvo.
            Las cuevas están iluminadas de noche y de día. De día por las numerosas aspilleras y ventanales que hacen venir la luz de arriba y de los costados. De noche por numerosas lámparas que suelen hallarse en casi todas las estancias y que cualquiera que lo desee puede encender.
            Es muy raro, sea la hora que sea, que los salones estén solitarios, siempre hay curiosos recorriéndolos y aunque es tradición que nadie ha muerto allí y que todo el mundo termina saliendo al exterior, lo cierto es que hay personas que llevan semanas e incluso meses allí sin que se decidan a salir, por lo que los hombres del Landgrave tienen encomendado hacer una patrulla a la semana y ayudar a encontrar la entrada a los más enconados en su indecisión.
            Mi primo y yo entramos con algo de temor pese a las seguridades que se nos habían dado y pronto quedamos maravillados por lo que vimos.
            Como ya adelantamos, hay numerosos anaqueles tallados en la propia roca, pero también de madera, así como armarios toscamente fabricados. Por el suelo se apilan cajas y sacos conteniendo a veces carbón, cal, yeso u otros minerales para mí desconocidos. Los armarios pueden estar repletos, por ejemplo, de loza o cristal y al principio uno se maravilla de tanta riqueza, pero los platos o vasos, mirados de cerca parecen de poca calidad y todos tienen alguna tara por pequeña que sea. Pueden hallarse cajones de madera llenos de llaves y cerrajas, pero -por más que se intente- ninguna casa. Lo mismo pasa con los herrajes y talabartes de monturas, que observados con minucia demuestran estar mal concebidos o ser de medidas extrañas. Son frecuentes las imágenes religiosas o las panoplias de armas con escudos, lanzas, alabardas o espadas. Pero todo ello, visto de cerca, resulta ser de poco mérito y escaso arte. Las imágenes deben ser de santos poco conocidos del santoral, como San Panegírico o Santa Limaholla, por recoger dos nombres que recuerdo y hallarse, como los más comunes, en actitud de ser desollados o a punto de ser punzados en el abdomen con flechas o lanzas, o rebanados miembros o senos, cual es tradición en las imágenes que venera la Santa Madre Iglesia.
            Hay salones enteros conteniendo conservas de pescado, salazones y ahumados así como chorizos, cecinas o jamones, pero si uno los prueba, sin llegar a rechazarlos como incomestibles, los haya faltos de sabor o medio averiados, lo que no es óbice para que muchos de los paseantes que conviven durante semanas y aún meses allí, den cuenta de ellos. Otrosí sucede con el vino o los licores, que abundan en estancias que son verdaderas bodegas y pueden encontrarse de los más lejanos orígenes, Madeiras, Xereces, Malvasías… pero todos defraguados y contagiados de olores y sabores poco agradables cuando no a punto de picarse o enmohecerse.
            Hay también, sin orden ni concierto, bibliotecas y salas de mapas, pero suele suceder que los libros están escritos en lenguas desconocidas y que cuando uno encuentra alguno en la suya, los autores no son de nombre y los textos carecen de fuste e interés. Lo mismo pasa con los mapas, que versan sobre continentes e islas ignotos y que incluso cuando aparece, por ejemplo, una isla familiar como Córcega o Mallorca, sus contornos son deformes y las ciudades y puertos en ellas consignadas no son los verdaderos.
            También ojeé tomos de botánica o zoología y volví a encontrarme con plantas y animales que, que yo sepa, no existen sobre este mundo sublunar.
            Decenas o hasta centenas de armarios contienen trajes y vestiduras de toda condición, pero por mucho que se busque y rebusque es raro encontrar ninguno que corresponda a la talla de cada cual, y si por casualidad sucede entonces se comprueba que las costuras están deshilvanadas, los corchetes o botones no se corresponden con los ojales, las perneras o mangas son desparejas, etc. Y lo mismo pasa con las calzas o borceguíes que parecen pensados para pantorrillas o pies zambos o zopos, castigados por alguna enfermedad deformante. Y si hablamos de sombreros, rodelas o chambergos o son poco profundos y se deslizan de la nuca, o –por el contrario- se encasquetan hasta la nariz impidiendo la visión.
            Las cuevas son muchas y dudo que nadie las haya recorrido todas, pero por raro que parezca, no es fácil perderse en ellas. Ni aun que quisiera podría hacer un mapa de memoria, pero la impresión que dan es de empezar de modo angosto e ir luego aumentando paulatinamente en su número hasta una cierta distancia, mermando de nuevo luego a medida que se aproxima la salida. Como un cardumen de peces, o la forma de un huso, si se prefiere.
            Pasamos casi todo un día curioseando al albur. Al principio hicimos acopio de cosas que creíamos de valor, pero al poco veíamos otras y dejábamos las primeras, o nos cansábamos de llevar su peso. Como era común encontrarnos con otros paseantes les preguntamos por el Libro de la Vida, pero nadie supo darnos razón de él. Así que cada vez que veíamos anaqueles de libros, o también cajones, pues los de inferior calidad y presencia se guardaban en cofres de madera, mareábamos sus lomos buscando las palabras que nos interesaban, pero siempre sin éxito. Al final del día, cuando ya anochecía, encontramos la salida, tras recorrer cientos de salas y haber andado, creo yo, dos o tres leguas.
            Volvimos en varias ocasiones pero nunca hayamos el libro. No obstante yo pasé muchas horas, mientras mi primo curioseaba por los alrededores, consultando volúmenes al azar y a veces lo que allí leía me pareció tan notable que lo anoté en un pergamino que siempre suelo llevar conmigo.
            Poco a poco comencé a sospechar que el Libro de la Vida quizá no existiera, porque la vida de cada cuál es diferente y lo que uno piense o haya descubierto, por acertado que sea, no casa del todo con nadie más que él. Y porque tampoco somos los mismos cuando nacemos, que de niños, cuando mozos u hombres cabales ni ya en la senectud. Y fui pensando, a medida que leía y releía muchas de las cosas que iba anotando en mi pergamino que, al cabo, el Libro de la Vida es la vida misma y que hay que esperar a llegar al último día para escribir la página postrera. Por lo que le dije a mi primo, vayámonos de aquí, volvamos a casa. Y él, también harto de aventuras, me abrazó con alegría.
            Y fue cosa que al salir de la ciudad pocos días después, tras habernos despedido del Landgrave y su hijo que nos colmaron de regalos y bendiciones, observé que siendo como era el atardecer y casi justamente la misma estación del año que el día que llegamos y poco más o menos la misma hora, veíase el sol ocultándose por poniente, pero en el cielo había una sola luna.
            Quedeme pasmado pero por una vez fue  mi primo, a quien tengo por un poco sandio, quien viéndome extático me dijo: eso es porque esta tierra ya no es extranjera.
            Y así era, pues la habíamos hecho nuestra hora a hora y día a día, y nos apenaba salir de ella y no volver a ver a sus gentes, muchas de las cuáles se habían convertido en nuestros amigos. Pero era más la gana que teníamos de volver a nuestra tierra, a la Castilla Gentil, donde vive la gente fuerte y cabal que no teme la muerte. Y allí regresamos.
            Mi vida ya declina, pronto moriré y es por eso que considero la ocasión llegada de contaros un pequeño secreto que juré al Landgrave nunca revelar. Antes de despedirnos quise conocer el misterio de las Cuevas de la Indecisión o los Salones del Despiste. Cuanto más pensaba en ellos menos los entendía. Y quise saber. He aquí lo que el Landgrave me contó:
            “Como sois persona observadora y no estúpida algo habréis sospechado, pues, que los víveres y bienes que habéis visto en las cuevas muchos terminarían por robinarse y enmohecer si no sucediera -como sucede- que alguien los renueva de vez en cuando, y otro tanto acaece con el cúmulo de cosas inútiles y mal elaboradas de que se nutren los salones. Habréis deducido que son hombres y no trasgos o demontres quienes hacen este trabajo de tanto en tanto. Los objetos que habéis visto provienen de todo el condado y nos son suministrados por las guildas y gremios de artesanos y la mayoría son fruto del trabajo inmaduro de los aprendices. En lugar de destruirlos o quemarlos los traen aquí y otro tanto pasa si en algún obrador el pastelero hace tortas de manteca demasiado rancia o la mermelada lleva mucho azúcar… O un tabernero descubre en su bodega vinos o licores ya no aptos para ofrecerlos a su feligresía. Todo llega aquí y aquí se guarda, al menos durante un tiempo.
            Y ahora me preguntaréis cuál es el objeto de tal trasiego. Permitidme que me adelante. La idea se le ocurrió a un antepasado mío hace ya varias generaciones. Observó que sus conciudadanos a menudo se preocupaban demasiado por los bienes terrenales y daban en acumular objetos no por su función o por el placer que nos proporcionan, sino por el mero hecho de tener más y más cosas, atiborrando las casas y dedicándose unos a emular a otros en una actividad sin sentido. Pensó mi ancestro que si cada cuál pudiera disponer de cantidades ilimitadas llenaría pronto su casa con ellas y no mucho después comenzaría a percatarse de su error. Hay, sí, algunos débiles de caletre que acuden a las Cuevas y se llevan sacos llenos alcayatas torcidas, velas sin pabilo o guantes de seis dedos, pero la mayoría, tras un corto tiempo, devuelven las cosas al lugar donde las recogieron. Y otro tanto sucede con la comida, la ropa o cualquier otro producto de comercio o artesanía de los que abundan en los Salones. La visita a sus estancias sirve de cura al afán de poseer y de gastar y tras unos cuantos paseos el pueblo comprende que basta con poco para vivir, pero es mejor que ese poco sea bueno, y prefieren un traje modesto pero bien cortado o un plato de nabos con tocino bien aliñados a un faisán demasiado condimentado, quemado por un lado y crudo por el otro. Así que si me preguntáis porqué mi antepasado creó este delirio y porqué yo lo mantengo, os diré que por edificar el carácter del pueblo e instruirlo y porque, olvidándose del tener, comience a preocuparse del ser...”
           
            Esta fábula, a la que podía extraerse una moraleja bien contemporánea, le hubiera gustado mucho a Juan García Oliver, con el que terminé manteniendo tertulia cuando visitaba Barcelona, mientras era Ministro de Justicia. ¿Dónde andará ahora García Oliver? Le imagino de camarero[1] en la Côte D´Azur o en Brighton. ¿Qué tal preparas el Mint Julep, ministro?


[1] Juan García Oliver, militante de la CNT-FAI era camarero de profesión.