(Capítulo 4º)
(Tras la derrota del alzamiento militar en Barcelona Anselmo parte para el frente de Aragón con la Columna Durruti, posteriormente acompaña a su comandante hasta el Madrid asediado. Tras la muerte de Durruti Anselmo abandona la Columna. En breve se unirá al batallón Numancia)
Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes
La
vorágine de aquellos días en Barcelona trastoca de tal modo la sensación del
tiempo en mi recuerdo que se me hace difícil por no decir imposible admitir que
fue el 24 de julio, apenas cuatro días después de eliminado el último reducto
faccioso, cuando sale para Aragón –y yo con ella- la primera columna confederal
al mando de Farrás (como consejero militar) y de Buenaventura Durruti.
Pero
en esos cuatro días Barcelona había cambiado de piel completamente. Un fenómeno
incomprensible para un foráneo como yo, por más que hubiera seguido su lucha a
través de la prensa cenetista general y EL TRABAJO (órgano semanal de la
Federación Comarcal de Sindicatos de Soria) en particular. Fue mucho después,
en las largas conversaciones de café, ya en el invierno y la primavera de 1937,
tanto con los Amigos de Durruti como
con Juan García Oliver, cuando fui comprendiendo que la Revolución no había
sido algo grácil y casual, sino el fruto de más de medio siglo de lucha social
soterrada.
Parece
olvidarse que muchas de las huelgas emprendidas por la CNT durante la República
fueron por conseguir que la patronal cumpliera la nueva legislación laboral, y
no tanto por objetivos utópicos como se les ha achacado. Alguien dijo: Queríamos la jornada de seis horas, pero
luchábamos todavía por la de ocho...
La
CNT polarizó la parte más combativa de la clase obrera catalana mientras que
muchos miembros de los Sindicatos Libres (amarillos) se afiliaron a la UGT, que
se convirtió en un contubernio de obreros cualificados -y por tanto más
conservadores- y pequeños propietarios.
La
República trató a los cenetistas mucho peor que la dictadura de Primo y les
persiguió con leyes especiales. La clase obrera barcelonesa, víctima del paro y
de la subida de los precios, no tenía más remedio que recurrir a métodos de
acción directa como las llamadas “incautaciones”. Era frecuente, por ejemplo,
que una madre de familia que había agotado las provisiones de su despensa
acudiera a un colmado e hiciera una compra abundante. Poco antes de ir a pagar
aparecía un misterioso ladrón que le sustraía la cesta y se daba a la fuga.
Naturalmente era un pariente o un amigo. Los obreros en paro entraban en los
hoteles de lujo, se atiborraban de comer y beber y al llegar la cuenta
confesaban su situación y se iban sin pagar por las buenas o las malas. En una
ocasión se comenta que tres amigos que estaban sin trabajo se corrieron una
juerga por todo lo alto en un cabaret del Paralelo y se marcharon
ostensiblemente sin pagar. Generalmente los propietarios hacían la vista gorda
porque de lo contrario podían ser objeto de represalias. Lo normal, sin
embargo, era acudir a las cocinas de los restaurantes y exigir el plato del
día. Sin pagarlo, desde luego. Otros parados se dedicaban al robo más o menos
descarado, sustrayendo objetos de tiendas o escaparates que luego vendían en el
mercado libre. En una ocasión se detuvo a un mecánico despedido que desmontaba
tranquilamente piezas de un coche de lujo estacionado en la calle. Otra salida
era la venta callejera, pero los comerciantes estantes se quejaban y la policía
perseguía a los ambulantes, decomisando
la mercancía en ocasiones.
Entre
las luchas sociales anteriores al levantamiento militar fue famosa la huelga de
inquilinos en protesta contra los altos alquileres. La policía desalojaba a los
huelguistas pero con la ayuda de los vecinos volvían a entrar en su casa, una y
otra vez, mientras la gente abucheaba o apedreaba a los policías y funcionarios
encargados de los desalojos. Otros ocupaban pisos vacíos y se hacían fuertes en
ellos. Cuando una familia quedaba sin hogar los vecinos la albergaban. Como
modo de presión manifestaciones populares acudían a los domicilios de los
arrendadores para afearles la conducta y amenazarles si volvían a repetir el
desahucio.
Durante
la República (llamada pomposamente De Trabajadores)
la CNT tenía tanta gente en la cárcel que no podía ayudarles con las cuotas sindicales
y tuvo que recurrir al llamado Impuesto Revolucionario sobre los patronos, a
quienes se amenazaba con represalias de no contribuir “voluntariamente”.
También
se instituyó un sistema de “pisos francos” donde los “revolucionarios
profesionales” perseguidos podían encontrar refugio.
La
situación social de Barcelona anterior a la Revolución era pésima. En 1935 el
70% de los niños barceloneses tenían síntomas de tuberculosis. 30.000 personas
vivían en la calle, en chabolas o en albergues. Sin embargo, había en Barcelona
40.000 casas vacías...
Ya
antes de la guerra la CNT mantenía una red de comedores populares, pero al
llegar la Revolución se repartían bonos a los pordioseros y vagabundos,
terminándose prácticamente con la mendicidad. También se distribuían a los
indigentes vales para alimentos gratuitos en los almacenes sindicales. Las
casas y palacios decomisados a los fascistas fugados se dedicaron a comedores populares,
asilos para los ancianos, hospitales (se inauguraron 6 nuevos durante la
guerra) o albergues para los sin techo.
En
pocas semanas tan sólo en Barcelona se colectivizaron 3.000 empresas...
Se
crearon guarderías para que la mujer pudiera integrarse en el mundo laboral y
academias que funcionaban en las propias fábricas y empresas, para los menos
formados. Sólo durante los primeros cinco meses de la Revolución se crearon
20.000 nuevas plazas escolares en Barcelona.
Como
Primera Revolución de la Era del Motor, el automóvil se democratizó. Cientos de
coches lujosos fueron decomisados y eran conducidos a toda velocidad a veces
por chóferes sin carné. Muchos de los semáforos quedaron destruidos en julio
del 36 y ya no se repararon, de todos modos casi nadie les hacía caso.
Curiosamente el índice de accidentes urbanos apenas aumentó...
Grupos
de obreros destruyeron los archivos judiciales y los de la Compañía de Tranvías
de Barcelona, donde se guardaban expedientes de los obreros conflictivos.
Con
perdón para mis amigos ácratas, todo lo antedicho describe un escenario
materialista-histórico de manual de marxismo-leninismo. Porque, sigo
excusándome, en esa gigantesca y continuada lucha de clases la ideología
–libertaria o no- jugó un papel mínimo, apenas la superestructura visible. Lo
que se cocía debajo era la lucha cotidiana por la existencia de varios cientos
de miles de proletarios que se hacinaban en los barrios y pueblos del
extrarradio barcelonés pujando siempre –y no sólo simbólicamente- por ocupar el
centro de la ciudad. Por fin lo habían conseguido.
Tal
era el poder de convocatoria de Buenaventura Durruti que las levas libertarias,
todas voluntarias, superaron en tanto la capacidad de transporte que hubo
necesariamente que seleccionar un grupo que debía rondar los efectivos de una
división de infantería. El número de voluntarios, según algunos, podía elevarse
a 150.000 hombres. Claro que de estas clasificaciones militares: compañías,
batallones, regimientos, brigadas, divisiones, cuerpos de ejército... aquellos
hombres no querían saber nada. Todos o casi todos habían sido soldados de
cuota, conscriptos, que a la fuerza enrolan, y como tales conocían bien las
miserias de la vida cuartelera y el insufrible espíritu de casta y clan de que
adolecían la gran mayoría de los oficiales españoles. La Columna, en este caso
la Durruti, se dividía en centurias (que venían a ser compañías) y se
ignoraban, aunque pronto hubo que improvisarlos, los escalones intermedios como
el batallón o el regimiento. Cada centuria se dividía en diez grupos que
elegían un delegado, revocable en cualquier momento. No se admitía más que un
sueldo único, aunque bastante alto para la capacidad adquisitiva de aquel
entonces.
Para
poder enrolarme, en el cuartel Bakunin
(antes de artillería de Pedralbes), tuve que demostrar mi cualificación
militar. Por suerte había llevado a Barcelona mi carné de alférez de
complemento. Por cierto bastante equívoco, pues al estar firmado por el coronel
de Instrucción parecía que el titular del mismo tenía este grado. En Barcelona
en aquel momento aquello pudiera haberme costado incluso la vida pero por
fortuna pude explicarme y el encargado de afiliar a los milicianos me llevó
ante un responsable de la columna que me interrogó brevemente. Conocía yo la
jerga confederal lo suficiente como para que se me admitiera como
correligionario pese a carecer de carné sindical, deficiencia que se me sugirió
solventar cuanto antes. Marta me había acompañado para despedirse. Habíamos
contemplado la posibilidad de que me acompañara pues eran muchas las milicianas
enroladas en la Durruti pero yo me
negué en redondo y ella no insistió. Reconozco que todavía me quedaban residuos
de mi formación reaccionaria y patriarcal pero debo decir en mi descargo que me
impulsó sobre todo el amor que sentía por Marta y lo poco acostumbrada que
estaba ella a la vida al aire libre o a las rutinas castrenses. Aunque la razón
de mayor peso que tuve para disuadirla fue que su decisión de acompañarme
estaba basada mucho más en su pasión por mí que en el entusiasmo que sintiera
por la Revolución. No voy a extenderme sobre el tema pero yo pensaba, y lo sigo
pensando, que entre las numerosas virtudes del alma femenina no está la de
servir a una idea, suponiendo que esa sea una virtud. En general ellas son mucho más sensatas que
nosotros los hombres. Aquella sería nuestra primera separación larga pues entre
unas cosas y otras no pude regresar a Barcelona antes de pasados seis meses
pero aquella ausencia, como las que por desgracia vinieron después, sirvieron
para que nuestra relación pasara del puro apasionamiento carnal que la había
cimentado a algo mucho más espiritual y completo. El sufrimiento suele el
crisol donde se funden almas que, como las nuestras, estaban destinadas a arder
verticalmente enlazadas por la misma llama...
Al
teniente coronel Jiménez de la Beraza el gobierno de la República le encargó
redactar un informe sobre lo que estaba pasando en Barcelona
(colectivizaciones, nacimiento de las milicias, ocupación de propiedades, patrullas
de control, etc.). Beraza sintetizó su opinión en estas breves palabras: No toquen nada, es un caos, pero funciona[1]... Esa era
exactamente la sensación. Todo estaba sucediendo muy deprisa, quizá porque,
como diría pocas semanas después Buenaventura Durruti al corresponsal de un
periódico canadiense, nosotros llevamos
un mundo nuevo en nuestros corazones, es decir, que ese mundo llevaba ya
mucho tiempo incubándose y a lo que asistíamos era a su eclosión. Nada menos.
La
larga espera hasta que se fue formando la columna se me pasó charlando con mis
nuevos compañeros y despidiéndome de Marta que estaba inconsolable y todavía
insistía en acompañarme. Tengo imágenes como de caleidoscopio o mejor dicho de
zootropo, donde se superponen la cara de Marta llena de lagrimones ya resecos y
su manita agitando un pañuelo rojinegro y esa misma imagen que se va haciendo
pequeña pequeña mientras quedan atrás los cuarteles y avanzamos por la ancha
avenida que nos lleva fuera de Barcelona. Y están esas multitudes que nos saludan
puño en alto o con las manos entrelazadas sobre la cabeza formando el saludo
confederal, y esas mil y una banderas de la CNT o las negras de la FAI o la
FIJL y las bandas improvisadas que tocan A
las barricadas, Hijos del Pueblo o Arroja
la bomba, acompañadas por miles de gargantas ya roncas por haber estado
cantando y coreando consignas los últimos días.
Y
qué decir de los vehículos, heteróclita colección de coches, autobuses y
camiones requisados a toda prisa, algunos rudimentariamente “blindados” con
palastro naval de 8 mm, que ni siquiera podía parar las balas de máuser si no
era con la ayuda de un colchón que las amortiguaba cuando habían atravesado el
“blindaje”. Todos repletos hasta la bandera muy por encima de su carga útil,
que incluía a veces ametralladoras y hasta cañones de campaña montados en las
cajas de los camiones en vez de ser arrastrados como sería lo lógico. Por lo
visto costaba menos subir el cañón arriba que soldar al camión un acople para
la cureña. Todo aquel parque móvil iba pintarrajeado con letreros en blanco o
rojo con las siglas CNT, FAI, FIJL o UHP (el lema de la Revolución de Asturias
de 1934: Uníos Hermanos Proletarios) y para mí tenía un aire muy familiar.
Porque yo había asistido a muchas paradas semejantes, por no decir idénticas:
jóvenes con pañuelo al cuello y bota en bandolera subidos en las cajas de
camiones decorados con lemas báquicos cantando canciones a voz en grito... Es
decir, la salida para el monte de la comitiva festera en las Fiestas de
Calderas de Soria, cada Solsticio de Verano. Comitiva que, para más señas,
pasaba puntualmente bajo el balcón de la casa patriarcal, lo mismo que pasaban
las procesiones de la Semana Santa o del Corpus y que yo contemplaba desde que
era muy niño. Recuerdo que tras el desfile de las cuadrillas vecinales venían
las peñas juveniles, más alborotadoras, y en mi familia todos las saludaban al
grito de ¡Ahí vienen las peñas! Y yo
me ponía de puntillas confiando en ver aparecer por el recodo que venía del río
las moles calizas de las únicas “peñas” que hasta entonces conocía: las del
cercano monte comunal propiedad de la Villa y Tierra de aquella pequeña ciudad
castellana...
La
única diferencia entre aquellas peñas
y estas de ahora era que los jóvenes que las formaban iban armados hasta los
dientes con fusiles, pistolas o granadas, pero el espíritu jovial y festivo era
prácticamente el mismo...
La
larga ruta hasta Bujaraloz, donde se instaló el Estado Mayor de la columna,
estuvo lleno de incidentes. Como ya he dicho la mayoría de los vehículos iban
sobrecargados y era pleno verano, así que los calentones estaban a la orden del
día y cada cierto trecho podían verse coches o camiones orillados en las
cunetas con un penacho de humo blanco saliendo del radiador. Más de una y más
de dos juntas de culata se quemaron por falta de líquido refrigerante y la
columna iba tachonando su paso por Catalunya y Aragón con los hitos de
automóviles averiados que quedaban a la espera de algún mecánico que se
apiadara de ellos. A mí me tocó en suerte conducir un camión Chevrolet con
motor de 8 cilindros prácticamente nuevo, decomisado hacía pocas horas y que
marchaba francamente bien. Traté de conducirlo a una velocidad moderada sin
hacer caso a la vociferante turba que me exigía que pisara el acelerador...
Poco
después de llegar a nuestro destino participé en algunas escaramuzas en
Siétamo, Farlete y Pina de Ebro. La sensación general era de euforia, quizá
porque hasta ahora la cosa se había limitado a breves encuentros con tropas
facciosas muy dispersas y poco fogueadas, apenas columnas de exploración, o por
la poco decidida resistencia que en algunos pueblos nos presentó la Guardia Civil.
Yo imaginaba que aquello no iba a ser todo, ni mucho menos. Estaba claro que el
mando franquista no quería dispersar sus fuerzas, que se concentraban sobre
todo en Zaragoza aunque sin olvidarse de las otras dos capitales mañas: Huesca
y Teruel. Un anticipo de lo que vendría fue el ametrallamiento de un
destacamento de la columna por unos pocos aviones rebeldes, lo que provocó una
huida en masa.
A
poco de llegar a Bujaraloz, y antes de que se distribuyeran las centurias por
el frente, me tocó hacer gala de mis habilidades como jinete. Se me encomendó
formar un piquete de exploración a caballo con otros cuatro milicianos para ver
de fijar un frente continuo. Estábamos dando buena cuenta de una excelente
paella mixta (como las futuras Brigadas), es decir, de pollo y conejo (el
marisco, en los Monegros, era más bien desconocido), cuando se acercó el mozo
de cuadra con mi montura, un excelente alazán cerbuno. El mozo era caló y se
había enrolado en Barcelona por la paga con la condición expresa de no disparar
ni un tiro. Según me confió más adelante, creía que la guerra era cosa de
payos, ¡La que habéih liao! En cuanto
al Comunismo Libertario le parecía bien, pero decía llevar practicándolo toda
su vida sin necesidad de sindicatos ni comités. Ez que loh payoh oh agobiai musho… Hay que reconocer que los
romanís y los caballos siempre se han llevado bien, al jumento daba gusto verlo
y lo tenía siempre bien cepillado, almohazado y pulcro, mehó que lah perzonaz, como él decía y razón que llevaba: no había
más que vernos a las personas. Pero como la felicidad nunca puede ser completa
el caballo tenía una pega. Para las descubiertas, formidable, rápido,
resistente, pero en los desfiles… En los desfiles, era otro cantar. Por suerte
no hacíamos muchos, aquello parecía el ejército de Pancho Villa, pero incluso
el ejército de Pancho Villa alguna que otra vez ha de desfilar. Y a la Durruti
le tocó hacerlo también. Cuando tomábamos un pueblo, por ejemplo. Lo suyo era
que marcharan en cabeza -aunque fuera sin llevar el paso, porque lo que es el
orden cerrado, se practicaba poco o nada- la plana mayor de la columna con
Durruti y sus escoltas, luego el grueso de la tropa y al final la intendencia y
la poca caballería que teníamos. Pero mi montura, Cardenal, (aunque yo la rebauticé como Saturio), sin que yo pudiera evitarlo iba adelantándose
imperceptiblemente hasta ponerse a la vanguardia de la columna entre los
silbidos, abucheos y pedradas de los milicianos, por más que le clavara el
bocado en los ijares. La primera vez se achacó a afán mío de protagonismo, la
segunda a una broma por mi parte, la tercera… Total que llamé a Perico, que así
se llamaba el mozo de cuadra, y le pedí que me explicara el prodigio. El muy
cabrón estuvo un buen rato riéndose a mandíbula batiente mientras se acariciaba
expresivamente la barriga. Luego me confesó que Cardenal había sido montura de un comandante en Barcelona y estaba
acostumbrado a ir en cabeza de cualquier columna que se formara, fuera esta
confederal, falangista o nacionalsocialista si se terciara. Defecto este que no
había manera de quitarle, ni con el rebenque. Me imaginé al comandante
propietario de Cardenal / Saturio,
desde el otro mundo (porque seguro que a estas alturas estaría requetefusilado)
desternillándose a mi costa. Brindé por él. Sin rencores, comandante. Así que
no tuve más remedio que ir a hablar con Durruti y explicarle lo que pasaba con
el penco antes de que me fusilaran por culto
a la personalidad o alguna cominería libertaria. Buenaventura también me
enseñó lo bien que andaba de dentadura y me dispensó de que, en el futuro,
participara en los desfiles. O que lo hiciera a peón, si no había más remedio.
Por estas y por otras razones abandoné poco después la caballería y me encuadré en la centuria El Trabajo a la que se le encomendó la
defensa de Alcubierre.
A
poco de llegar allí me plantee intervenir en la vida de la centuria buscando
mejorar en algo nuestras condiciones de vida, que eran pésimas. Los milicianos,
lejos de sus hogares, se dedicaban –en la medida de lo posible- a pasarlo en
grande. Malvivíamos en una nave infecta que había albergado ganado y teníamos
que ir y venir de ella a nuestro sector del frente andando por caminos de
mulas. En las trincheras estaba sólo la gente imprescindible por lo que, de
desencadenarse un ataque –lo que era más que factible, pues éramos uno de los
puntos más adelantados en dirección a Zaragoza- era difícil por no decir
imposible que llegáramos a tiempo de pararlo. Resultaba evidente que debíamos
radicar nuestro cuartel en las inmediaciones de la zona atrincherada cuanto
antes. También lo era que no podíamos seguir confiando en el rancho de la
columna que llegaba invariablemente frío a nuestras líneas, cuando llegaba.
Había que –nunca mejor dicho- hacer rancho aparte. Otro tanto podría decirse de
las condiciones higiénicas. Cada cual hacía sus necesidades donde le pillaba y
pronto las inmediaciones del improvisado cuartel se convirtieron en
estercolero. Estaba la alternativa –muy “revolucionaria”, eso sí- de usar de
excusado la iglesia del pueblo, quemada desde los primeros días de la guerra,
pero incluso eso, a estas alturas, se convertía en una aventura temeraria
repleta como estaba de malolientes minas
personales.
A
la sazón yo era uno más y por eso decidí esperar a la primera asamblea de la
centuria, donde pedí la palabra. Y una vez que la cogí tardé bastante en pasar
el turno.
Mi discurso, reproducido de memoria
y con las licencias que el paso del tiempo me otorga, venía a decir así en lo
sustancial:
“Compañeros, antes que soldados
somos trabajadores, pero antes que trabajadores somos personas: seres humanos.
Y un ser humano, aunque esté enrolado en una centuria revolucionaria, o
precisamente por ello, tiene derechos y
deberes y ha de mantener cierto
decoro para con sí mismo y para con los demás. Un revolucionario debe de
acreditar serlo en todo momento y ante toda circunstancia. Y, como bien sabéis,
la Revolución –y todo lo que de ella emane- ha de ser obra de los propios
proletarios.
Basta, pues, de quejarnos de la
retaguardia o de la administración de la columna. Acción Directa. Hay muchas
cosas que podemos hacer por nosotros mismos y sin contar con nadie. Si Robinson
Crusoe, sólo en su isla, consiguió fabricarse un hogar confortable y asegurarse
un buen pasar, calculad qué no podremos ciento y pico trabajadores curtidos en
duras y largas jornadas ahora que ya no estamos explotados por el Capital.
Necesitamos unos barracones decentes
cercanos al frente para no tener que ir y venir todos los días con el
consiguiente peligro de ser sorprendidos por los facciosos si nos atacan. No
esperéis que de la retaguardia nos traigan vigas, ladrillos y argamasa. Pero
nos rodean bosques de sabinas de imputrescible madera, esta misma tarde
saldremos y os iré señalando los que pueden cortarse en las cercanías del
pueblo. Para ello sólo necesitamos algunas sierras tronzadoras y hachas que nos
prestará sin duda el carpintero del pueblo. Cuando tengamos bastantes cabrios y
puntales, armaremos la estructura de los barracones y procedemos a su
cerramiento. Para ello usaremos adobes secados al sol. Seguro que más de uno
sabéis hacerlos y si no es así yo os diré cómo. En muy poco tiempo podremos
tener cientos o miles de ellos con muy escaso trabajo. Para algunas partes de
los edificios usaremos el zarzeado de ramas entrecruzadas, luego sellado
también con barro, pues pesa menos que el adobe y es suficiente para los cerramientos
interiores. Si hay piedra de sobra y a mano, haremos los cimientos y las bases
de los muros con ella, aunque por lo que
he visto la zona abunda en canto rodado, pero incluso este puede partirse con
mallos o macetas para hallarles una cara plana con la que asentarlos.
Techaremos con bálago o paja aunque, o mucho me equivoco, a poco que visitemos
las afueras del pueblo encontraremos majadas o parideras en ruinas con tejas
que ya no necesitan y también en el propio casco urbano habrá más de una casa caída
o sin dueño a la que no le importará prestarnos su cubierta.
En cuanto a las necesidades
higiénicas, que imagino que a vosotros como a mí ya os abruman, hay que excavar
uno o más pozos negros donde vayan las aguas mayores y en un arroyo o manadero
cercano haremos letrinas donde irán las menores. Sin olvidar abrir, río abajo,
dos o más balsas de decantación donde las aguas se purifiquen y no lleven las
miasmas a otros pueblos o guarniciones.
Habrá que desviar algún curso de
agua, si es necesario canalizándolo o fabricando un azud para regularlo, y
disponer de agua corriente para nuestra higiene y demás necesidades. Esto lo
agradeceréis en el futuro, pues extremar la limpieza es el único modo de
combatir al azote de todo soldado en campaña: las liendres.
Habrá que construir un rancho donde
cocinar o, al menos, calentar las marmitas que nos trae la Columna, y, a ser
posible, fundar un mínimo botiquín de primeros auxilios donde los heridos
tengan algún socorro hasta que dé tiempo a evacuarlos.
Vamos sucios, vamos rotos o
descosidos, habrá también que establecer turnos para lavar la ropa
colectivamente (lo que será mucho más fácil) e incluso para coserla o zurcirla.
Si no nos dan jabón, lo fabricaremos con sosa, ceniza y grasa animal: a grandes
males, grandes remedios. Y mientras tanto dispondremos de la espuma natural que
nos regala la planta Saponaria de la
que he visto muchos ejemplares en las riberas del arroyo.
(Aquí imagino que se escucharían
risas o incluso algún comentario ingenioso, y yo aproveché para sacar de los
bolsillos de mi camisa aguja e hilo y explicarles que no se me caían los
anillos ni me tenía por menos hombre por coserme un botón o zurcirme un roto de
los pantalones).
Como temo mucho que vayamos a estar aquí más tiempo del
que querríamos, tampoco estará de más que los más hábiles en cada cometido comiencen
a plantar un huerto o preparen corrales donde puedan criarse gallinas y
conejos.”
Algo así debió ser mi discurso, que
dejó a la mayoría extáticos y con los ojos en blanco. Pero pronto de la masa
miliciana comenzaron a elevarse voces que se ofrecían como albañiles,
carpinteros, yesaires, hortelanos, cuni o avicultores… Es cierto que surgieron
también gritos de la haragana disidencia: que
si aquí no hemos venido a trabajar, sino a luchar, que si para eso no hemos
hecho la Revolución.
En poco tiempo la centuria pasó a
ser considerada como modelo entre las de la columna. La mayoría se pusieron a la obra de buen
talante y hasta rivalizaban en trabajar más y mejor lo que me demostró que en
el hombre hay un ansia de creación innata, aparte del orgullo de ejercer cada
uno su oficio, haciéndolo lo mejor posible y no necesariamente por el ansia de
dinero. Cuando las necesidades fundamentales están cubiertas (y lo están con
muy poco) es cuando el hombre puede dedicarse a lo que considera su vocación. Y
mi experiencia es que rara vez elige el vicio o el ocio inútil.
Como era de temer la tranquilidad no
duró mucho. El frente no tardó en fijarse para mucho tiempo. Frente a nosotros
se establecieron posiciones de los fascistas si bien la verdad es que no
parecían tener muchas ganas de pelea. Este frente, hasta la ofensiva de
Belchite, no tuvo mucho movimiento. Salvo Durruti que estaba obsesionado por la
toma de Zaragoza, ni los facciosos ni los republicanos lo consideraban
decisivo. Al menos no de momento.
Si a poco de llegar a Alcubierre me
convertí en un homo faber, ahora me
tocaba transformarme en hominis lupus, pues en eso consiste
la guerra, en dar mulé al vecino en
nombre de los mas sagrados principios antes de que él te apiole a ti en nombre
de otras ideas que, él al menos, considera tan validas o más (más, más) que las
tuyas. Contado así parece un ejercicio de lo más aséptico, casi casi un
deporte. La realidad es mucho menos épica, por desgracia. No sé si en la Edad
Media la guerra tendría glamour (aunque yo creo que no) pero
ahora, desde luego, no tenía ninguno. Tú coges a un gorrino, le quitas del anís
(berrea un poco, pero en seguida se calla) y a continuación lo sajas de arriba
abajo con un poco de cuidado y lo que aparece es chacinería pura: te relames.
Ahora bien, un cristiano es cosa muy diferente y no voy a entrar en muchos
detalles. Podría contar batallitas pero salí de la guerra sin un rasguño y no
me avergüenzo de ello, todo lo contrario. Las únicas marcas que lleva mi cuerpo
serrano y -a veces- sandunguero, me las hicieron los esbirros del SIM, pero esa
es otra historia a la que ya llegaremos. Digo esto para señalar que no sé lo
que es recibir un disparo, aunque me han contado que es como si te dieran un
garrotazo. Al principio ni siquiera duele. Bueno, tiene su lógica, es un problema
de pura física, el impacto de una bala que viaja a una velocidad similar a la del sonido provoca un
choque considerable, que normalmente te tira al suelo. En caza mayor se suelen
usar calibres muy grandes porque detienen literalmente a la presa, al margen
del daño que luego le causen. Pero aun el caso de un calibre de entre 7 y 9 mm
el choque debe ser notable. Si el disparo te da en la cabeza es mortal de
necesidad y si te da en las extremidades, con un poco de suerte y dependiendo
de lo lejos que estés del camillero, te libras. Cualquier disparo en el tronco
mata pues es inevitable –o casi- que interese a órganos vitales. Los tiros en
la barriga dicen que son muy dolorosos (por no hablar de la penosísima agonía)
y de ahí la costumbre –buena costumbre- de protegerse esta zona al avanzar con
la culata del fusil. Si estás en una trinchera es raro que te den salvo en la
cabeza y las posibilidades son muy remotas. En nuestra guerra, dada la baja
calidad del armamento y la munición amén de la escasa preparación de nuestros
tiradores, la verdad es que el peligro de ser alcanzado por el enemigo en un
intercambio de fusilería fue remoto. Se calcula que algo menos de uno de cada
dos mil disparos daban en el blanco, así que... Otra cosa es una ametralladora,
claro está, o el fuego de la artillería, la aviación, las granadas de mano...
De todos modos la nuestra fue una guerra de pobres, nada parecida a la Gran Guerra
Europea. Estoy seguro que en toda la guerra española murieron menos soldados
por arma de fuego que en una sola batalla del Somme, y hubo varias. Claro que
si te pilla a ti...
Aunque
en nuestra centuria nadie estaba libre de hacer guardias por muy delegado que
fueras yo traté desde el primer día de escaquearme de esa rutina y la verdad es
que nunca me faltaron excusas. Otra cosa era cuando había acción, que en
seguida me apuntaba porque, al fin y al cabo, había venido aquí para eso.
Un
día se nos sugirió en la reunión de delegados hacer algún prisionero para ver
qué unidades teníamos enfrente. Me ofrecí voluntario y rechacé la colaboración
de dos de mis hombres. Creía, y creo, que para un golpe de mano lo mejor es la
discreción. Esperé a una noche cubierta ya con la luna en cuarto menguante y
partí armado tan sólo con mi bayoneta, que solía tener en estado impecable y
muy bien afilada. Fue la primera de mis salidas nocturnas, que con el tiempo
llegarían a hacerse célebres, tristemente célebres.
Avancé
pegado al terreno hasta estar al lado de los parapetos enemigos. Había
observado durante el día que no había ninguna alambrada en aquel sector que
pudiera obstaculizar mi avance. Me mantuve un buen rato hasta que llegó el
relevo, con lo que identifiqué por el sonido la situación de los dos puestos
más cercanos. Entre ambos la trinchera dejaba un punto muerto junto a una
encina bastante corpulenta que me ayudó a acceder al lugar elegido. Si mis
oídos no me habían engañado la guardia enemiga estaba formada por regulares
marroquíes así que fui avanzando hacia el puesto de mi derecha y cuando el
centinela me dio el alto me hice pasar por el soldado del puesto más próximo y
le pedí –en árabe- fuego para encender mi cigarrillo. Me jugué el todo por el
todo pues si el moro de más abajo no fumaba lo hubiera pasado muy mal. No fue
así y aprecié el brillo de su dentadura mientras me extendía el chisquero.
Cuando quiso reaccionar estaba encima suyo y le golpeé en la sien con el mango
de mi cuchillo. Silenciosamente lo incliné sobre la barda del parapeto y lo
dejé caer, cruzando los dedos con la esperanza de no haberle estropeado la
cabeza demasiado. Volví sobre mis pasos y salí de la trinchera del mismo modo
que había entrado, por la discreta encina. Luego me cargué al regular a la
espalda y regresé a nuestras líneas del modo más rápido y silencioso posible.
Al moro lo interrogamos en el cuartel general, ya en Bujaraloz. El hombre
estaba confuso, todavía no sabía muy bien qué le había pasado aunque demostró
una gran presencia de ánimo. Por cierto que con aquel tipo tuve mis más y mis
menos, como contaré a continuación. En principio no queríamos saber más que los
datos que pueden exigírsele a un prisionero según la Convención de Ginebra,
nombre, grado y unidad, pero aquel tipo, Messaoud ben Rahal se llamaba,
resultó bastante parlanchín. Nos dijo que teníamos enfrente a la agrupación de
Tiradores de Ifni y que poco más arriba estaban dos tabores de la Mehalla de
Tetuán ¿Y más abajo? Más abajo los requetés, aunque no sabía de qué tercio
(luego supimos que era el “Valvanera”). Aprovechando que conocía el idioma los
compañeros me pidieron que tratara de adoctrinarle. Había en la Durruti y
también en otras columnas del Frente de Aragón cierto número de árabes que
luchaban a nuestro lado y se lo dije. Le pareció bien y me confió que él
también lucharía a nuestro lado si la paga era buena. Entonces cobrábamos diez
pesetas diarias que era mucho dinero, mucho más de lo que cobraban los
nacionales, aunque los moros eran mercenarios y debían cobrar más que la tropa
de reemplazo. Para él diez pesetas estaban bien ¿Cuándo empezaba? Nos pareció
extraña tan buena disposición. Le pregunté que si iba a tirar contra sus
compatriotas. No, eso no lo haría, pero sí contra los españoles. Aunque no le
creímos del todo decidimos ponerle a prueba y lo enviamos con los compañeros
del POUM no sin advertirles lo que sospechábamos. Dos o tres meses después me
tocó hacer de enlace con la columna “Lenin[2]” y
aproveché para preguntar por Messaud. Me dijeron que no había dado ningún
problema. Que le habían tendido alguna que otra trampa a ver si se “pasaba”,
pero nada. Quise verle y me saludó ceremoniosamente, por lo visto no sentía
rencor del golpe que le di en la cabeza. Fue entonces, a mis preguntas, cuando
me confesó que él a España había venido a matar españoles, que las diez pesetas
bien estaban, pero sobre todo quería liquidar cuantos más infieles pudiera
antes de regresar a su país. Me lo dijo inocentemente, sonriendo con toda la
boca, y no supe que contestar o qué hacer. Al final dejé correr el asunto. Era
un hijo de puta, pero mejor tenerle de nuestro lado.
En aquella ocasión el golpe fue
incruento pero me salió tan redondo que siempre que surgía alguna oportunidad
parecida me apuntaba voluntario y como solía tener éxito pronto me consideraron
un especialista. Actuaba sólo o acompañado, aunque mi especialidad era el golpe
solitario. Trabajaba descalzo y, si el tiempo lo permitía, semidesnudo. Había
pavonado con humo de asta mi bayoneta y nada de mi indumentaria reflejaba la
luz. También solía tiznarme la cara y las manos, aunque generalmente mi piel
estaba tan morena por el sol que no lo necesitaba. Solía pasar un buen rato
antes de entrar en acción, en tierra de nadie, mientras mis ojos se
acostumbraban a la oscuridad, y por los ruidos y los olores que traía el viento
hacía mi composición de lugar. Se me desarrolló tanto el olfato que por la
peste podía distinguir a un sargento de un brigada. Después seguía las
anfractuosidades del terreno ocultándome detrás de la vegetación si la había. A
veces me vislumbraban y me daban el alto pero me amagaba en el sitio, casi sin
respirar, hasta que el centinela se tranquilizaba. Accedía a la trinchera y
luego estudiaba a mi víctima hasta esperar el momento adecuado, entonces atacaba
como una tromba, sin darle tiempo a encarar el arma. Antes de que pudiera
gritar le había rebanado el gañote.
Recuerdo que por aquellos meses
tenía junto a mi cama El libro de la
Selva de Rudyard Kipling:
¡Por
nuestras claras, deliciosas noches
en
que libres corremos y cazamos!
¡Por
el aroma matinal del aire
que
humedece el rocío no secado!
¡Por
el placer de perseguir las piezas
que
locas huyen con terror incauto!
¡Por
los gritos de nuestros compañeros
que
al vencido sambhur tienen cercado!
¡Por
los dulces peligros de la noche!
¡Por
el dormir de día, dulce y grato,
allá
en la entrada del cubil!
¡Por
todo, guerra a muerte juramos!
La degollación era el mejor modus operandi porque la víctima quedaba
enmudecida al primer tajo, con la tráquea cortada. Luego la muerte, seccionada
la carótida, suele ser muy rápida aunque a veces era necesario apuñalarles en
el corazón.
Cuando maté a mi primer centinela
descubrí una experiencia para mí completamente nueva y nada desagradable.
Llevaba razón Durruti cuando dijo que la guerra nos estaba convirtiendo en
animales de presa. Ya lo escribió Friedrich Nietzsche:
El
que lucha contra los monstruos debe tener cuidado de no convertirse él mismo en
un monstruo.
La capacidad de suprimir en un organismo
vivo y palpitante, caliente, todo hálito de vida en el transcurso de pocos
segundos es una sensación de rara intensidad hasta en una persona estable y
psicológicamente normal (si es que eso existe, que lo dudo).
Cabe deducir, por tanto, que para
alguien un poco psicopático como yo lo era esta vivencia podía resultar
embriagadora y hasta adictiva. Al fin y al cabo la vida corriente no ofrece
grandes atractivos cotidianos que puedan competir con eso.
Es evidente que en la muerte por
degollación hay un claro componente sexual. La víctima asume, lo quiera o no,
un papel arquetípicamente pasivo, femenino, justo al mismo tiempo que el
agresor, munido de un instrumento fálico, penetra activamente en el organismo
agredido, que, de grado o por la fuerza, sufre sus efectos devastadores.
La misma efusión de sangre, cálida,
húmeda, produce una sensación catártica, relacionada probablemente con
atavismos sacrificiales que podrían estar grabados en nuestro Inconsciente
Colectivo. Hay algo liberador en ver manar la sangre y no hay que desdeñar su
aroma a óxido, enervante de veras… Sólo se me ocurre compararlo con el olor de
la tierra mojada cuando, tras un largo día de bochorno, comienza por fin a
llover. Es algo grandioso...
Y las fases de la agonía de la
víctima pueden también recordar o sugerir el arrobo sexual del orgasmo.
Los espasmos, la pérdida de la
conciencia, las titilaciones musculares que preceden a la muerte, son, a la
postre, un remedo de la experiencia sexual. Una terrible caricatura. No en vano
los franceses, sibaritas de cintura para abajo (y para arriba también…) llaman
al orgasmo, la petite morte.
Y su final: el desmadejamiento
total, tras el último tirón muscular, con la certeza de ser tú el autor de un
cambio fisiológico irreversible. De asistir a un fenómeno que viene
produciéndose desde el comienzo de los tiempos, algo geológico, telúrico, como
el despertar de un volcán, como el rayo que surca el cielo cárdeno
restableciendo el diferencial energético entre la nube y la seca tierra… Algo
ha cambiado, ha tenido lugar una metamorfosis total, definitiva. Ya se sabe: Mors sola fatetur quantula sint hominum
corpuscula[3]. Eso deja una
sensación terrible, para la que la mente humana, afortunadamente, está apenas
preparada, que la supera. Todo el proceso tiene algo de divino. Se ha
establecido una facultad: la de causar la muerte.
En conjunto: una experiencia de cuya
voluptuosidad no cabe dudar ni por un momento.
Y, como dice el clásico: Quisnam hominum est quem tu contentum
videris uno flagitio[4]? Pues bien, sí, le
di gusto al arma durante un tiempo. Hasta el punto de que comenzaron a correr
leyendas y consejas en el bando enemigo, según luego supe. La leyenda del
Tarmangani[5],
debido a mi desnudez. Cuando relevaron a los moros llegaron los requetés y también
tuve que cargarme hasta a tres en una noche cuando a alguien se le ocurrió que
había que hacerse con un mortero de trinchera que tenían y con el que no
dejaban de tocarnos la moral todas las tardes. Eliminé a los tres centinelas y
antes de que echaran de menos su falta pasó un pelotón nuestro y entró a la
bayoneta en la paridera donde guardaban el mortero y su munición. Cuando
quisieron reaccionar ya estábamos de vuelta a nuestras líneas. A partir de ese
día fuimos nosotros los que les dimos a ellos cibera.
Como quiera que mi fama de meapilas
me había precedido en Bujaraloz vinieron unos a provocarme un día que estaba de
permiso en el bar con unos compañeros. Eran dos de las Juventudes Libertarias
de Sans que iban de comecuras y no se les ocurrió más que invitarme a una
expedición con el proyecto de meter fuego a una ermita cercana y fusilar al
santero si lo encontraban. La cosa iba con segundas, claro, porque sabían mi
respuesta de antemano.
-Mejor estarías en el frente matando
fascistas.
-De esos ya matamos a diario, en los
permisos nos divertimos más pintando iglesias de negro. Si quieres te traemos
la cruz, o los huevos del cura...
-Si de verdad os gusta tanto
arrancar cruces yo os aconsejo que consigáis unas cuantas de estas. Tienen
mucho más mérito.
(Tras lo cuál saqué del bolsillo de
la guerrera tres detente bala de los
carlistas que me había apiolado últimamente y los clavé encima de la mesa con
mi puñal)
-¿Son de verdad?
-Compruébalo, y os voy a decir una
cosa, si me entero de que esa ermita que decís, o cualquier otra de la comarca,
ha ardido o que le habéis dado el paseo a algún cura más, os buscaré y tendréis
un buen rato de conversación con Maese Cuchillo, ¿Os parece, compañeros?
Fue suficiente.
Se ha achacado al capitán Farrás la
culpa de que la columna se quedara inmóvil frente a Zaragoza pero yo lo dudo.
Primero porque tengo a Farrás por una persona leal y de clara trayectoria
antifascista y segundo porque el mapa de la situación no permitía la aventura
de avanzar sobre Zaragoza sin un mínimo de cobertura artillera y aérea. Los
escasos aviones de que disponía Durruti, dispares, anticuados, mal pilotados,
no podían garantizar el éxito. Luego, a posteriori, a toro pasado, es muy fácil
decir que probablemente en aquellas primeras semanas de la guerra Zaragoza
apenas tenía guarnición y que un ataque decidido hubiera permitido conectar con
la esporádica –y agónica- resistencia de los obreros aragoneses de la capital.
Puede que hubiera sido así, pero eso entonces ninguno podíamos saberlo. Y los
pocos datos de los que disponíamos no permitían albergar tantas esperanzas. Más
bien todo lo contrario.
Pero la situación no podía ser más
enervante. Con Zaragoza a la vista y probablemente a tiro de cañón de haber
dispuesto de artillería pesada y sabiendo, como sabíamos, que nuestros
compañeros estaban siendo exterminados miserablemente por los fascistas... No
quiero buscarme excusas pero creo que en mi vesania homicida de aquellos días
tenía esta base y esta motivación. Otra cosa es que luego encontrara en aquella
forma de asesinato un placer inconfesable y algo taurino por cuanto nadie, ni
mis peores enemigos, podrían discutir que yo corría grandes riesgos en aquel
modo de matar tan opuesto a la comodidad casi burocrática de la trinchera.
Entre los compañeros zaragozanos y
la libertad y la vida que nosotros les queríamos entregar se alzaban los
turbantes y escapularios de regulares y requetés. Había que pasarlos a
cuchillo, literalmente, para encontrar el camino a través de aquel laberinto de
trincheras, filferro[6] y nidos de
ametralladoras. Y yo, nuevo Teseo, salía casi cada noche a cortarle el cuello a
un Minotauro siempre redivivo y siempre en pie, con algo de brote vegetal, de
rizoma, que no sólo no menguaba sino que parecía crecer con mis regulares
podas...
No es raro que Durruti pensara en mí
para engrosar las mesnadas de Los hijos
de la noche, comandos suicidas en los que a veces –hoy ya se puede decir-
solía integrarse él mismo. Recuerdo una noche, cuando Buenaventura regresó de
Madrid, serían mediados de octubre del 36, completamente decepcionado de sus
gestiones ante Largo Caballero para que le fueran entregadas armas a la columna
y, lo que es peor, con el sabor acíbar de la traición que Abad de Santillán
cometió –a su juicio- abortando el golpe de mano de la columna Tierra y Libertad para hacerse con el
oro del Banco de España. Durruti vino aquella noche con nosotros y entró en
Zaragoza, como nosotros habíamos hecho ya varias veces para contactar con lo
que quedaba de la resistencia obrera maña, cada vez más exangüe. Aquella noche,
ahora me doy cuenta, Durruti buscaba la muerte, la muerte que encontró un mes
más tarde en Madrid. Sólo así se explica su temeridad suicida, su ciega
resolución, lo fúnebre de su actitud, lo sombrío de su rostro. Todos lo
comprendimos, o lo intuimos, pero no nos importó. Allí hubiéramos todos
aceptado la muerte, la más honrosa de las muertes, junto al hombre que habíamos
jurado (en la intimidad y sin alharacas ni ritos) defender hasta el último
aliento.
Devotio
Ibérica, Céltica Fides, frente a la ciudad de los celtíberos ulteriores...
Pero mientras nuestras almas
vibraban al unísono y nuestra personalidad se curtía y depuraba en el crisol
doloroso de la guerra y de la fraternidad proterva del frente, otros, en la
retaguardia, no se privaban de conspirar contra la Revolución.
Fue, por lo visto, Joan Comorera,
quien pronunció en esos días heroicos la frase más cainita y con peor mala fe
de cuantas he escuchado en esta horrible contienda. Se le preguntaba si había que
mandar más armas y fuerzas al frente de Aragón para conquistar Zaragoza y él
respondió: Antes de conquistar Zaragoza,
hay que conquistar Barcelona.
En
esta frase se compendia el proyecto comunista que maduraría en Mayo del 37.
Para el Kremlin era mucho más importante dominar la Revolución cuyo eje de
inflexión estaba en Barcelona, que facilitar el fin de la guerra tomando
Zaragoza. Los españoles de ambos bandos tuvimos la mala suerte de que ninguno
de los que tiraban de los hilos a ambos lados del frente (Franco y Stalin)
tuviera ninguna prisa en terminar la guerra. Querían antes asegurar su posición
de poder y no les importaba a costa de cuantos muertos –propios o contrarios-
fuera...
La lección de Durruti, vista desde
la posteridad, no fue sólo la de su heroísmo, que nadie discute ni pretende
arrebatarle (salvo, quizá, quien podía hacerlo: Juan García Oliver), sino la de
que las guerras no las ganan los militares, que las gana el pueblo. Que es la
Movilización Total de las masas revolucionarias la que puede vencer al ejército
y no el esfuerzo monstruoso y antinatural de crear un ejército regular de la
nada, cosa que se pretendió y falló. No hacen falta galones ni jerarquías sino
el esfuerzo callado del miliciano que sabe por qué lucha y qué defiende. La
guerra, el futuro lo demostrará, se gana en las mentes y en los corazones. Y es allí también donde se
pierde. Donde se perdió…
Lo más increíble de cuanto he vivido
en los últimos años es la confesión palmaria del bolchevismo que reconoció que era
más eficaz la economía de lucro capitalista que el socialismo. Si el
capitalismo es más eficiente para hacer la guerra, también lo será en la
posguerra. Su teoría, la teoría del Kremlin, contradecía todo lo conocido con
anterioridad: que los estados, para vencer en la guerra, se sovietizan, se
socializan. Hasta los más fervientes estados capitalistas, en el trance de la
Guerra Total, se vuelven socialistas, laminan los intereses privados,
nacionalizan las empresas y tratan de dinamizar las voluntades con –al menos-
la promesa de la Revolución. Aquí se intentó lo contrario. No funcionó.
Cuando Buenaventura nos dio la mala
nueva de que parte de la columna debía partir para Madrid al principio no quise
seguirle. Era evidente que la acción no correspondía a las necesidades de la
guerra sino a motivaciones políticas en el peor sentido de la palabra. No
dejaba de constituir una ironía que el Gobierno considerara Madrid indefendible
y que a continuación mandara las mejores unidades a salvarlo (mientras él se
retiraba a Valencia). Ahora veo que uno de los errores más graves de la guerra
fue la obsesión por conservar Madrid. Si sumamos las bajas que nos costó
defenderlo en Octubre-Noviembre del 36 y luego las batallas por el Jarama,
Brunete, y Guadalajara, vemos que por ese
caudal fluyeron –para no volver- las mejores energías de la República. Por
Madrid se perdió Zaragoza y luego Málaga, por Madrid se dejó caer el Frente
Norte, por Madrid se atacó Teruel y en la reacción a este ataque Franco se
plantó en el Mediterráneo. ¿Y qué era Madrid? Un ocioso lugarón sin apenas
capacidad industrial al que había que alimentar desde fuera a costa de muchos
sacrificios. Pero Madrid era la “capital”, Madrid eran las embajadas, Madrid
era el Estado... La República, entretenida con Madrid, dejó España en manos de
Franco.
Sin embargo yo seguí a Durruti. Como
la mayoría de sus hombres había signado un pacto no escrito. Este pacto entre
el caudillo y su hueste tiene un carácter personal, individual, y sólo se rompe
con la muerte del líder. Los guerreros quedan unidos (soldados: soldurii) a la suerte de su jefe y no
pueden liberarse sino al caer este. La firmaron con su sangre los hombres de
Viriato y de Sertorio y también los de Megara o Retógenes en Numancia. Aquel
pacto solía terminar con la muerte colectiva de sus signantes buscada
conscientemente en el combate.
Con Durruti salimos para Madrid dos
agrupaciones (la de José Mira y la de Liberto Ros) además de 3 centurias, la
44, la 48 y la 52. Con nosotros viajaban muchos mineros especialistas en
dinamita, cuya ayuda íbamos a necesitar.
Las comunicaciones entre Aragón y
Madrid estaban cortadas por el saliente o espolón de Teruel, ciudad en manos de
los facciosos desde el comienzo de la guerra, lo que nos obligaba a un desvío
por Barcelona y Valencia. Cuando la Durruti
(o parte de ella) sale hacia Madrid esta escala tenía doble sentido porque en
Barcelona nos esperaba lo que confiábamos fuera un importante envío de armas
rusas. Era la primera entrega de las tan esperadas armas pero la decepción que
sentimos al verlas no pudo ser mayor. Ni siquiera eran rusas sino suizas y
mexicanas en su mayor parte. Casi ninguna tenía utilidad bélica. Por lo visto
los rusos habían actuado como intermediarios y cobrado fuertes comisiones por
ello. Había winchester y mauser mexicanos, pero de calibre diferente al normal
del ejército español y lo mismo pasaba con los mauser suizos, viejísimos y en
muy mal estado. Hubo que cargar todo aquel material averiado en los vagones. De
Barcelona partimos hacia Valencia en tren llevando con nosotros aquella
ferralla. En Valencia Durruti se despidió de nosotros pues viajaba hasta Madrid
en avión para ir adelantándose y preparándolo todo. A nosotros nos tocó viajar
en camiones y autobuses ya que los facciosos habían volado la vía del tren. La
tropa estaba agotada porque no había descansado desde que salimos de Aragón y
el viaje en camión no ayudó precisamente a reponer fuerzas. Entramos en Madrid
por Vallecas el 15 de noviembre, cuando la situación era ya insostenible para
la República. Este barrio típico y popular de Madrid tenía fama de formar parte
del Cinturón Rojo de la villa y la bienvenida que nos dieron los vallecanos,
cordial y entusiasta, pareció confirmarlo. Al dejar atrás Vallecas y entrar en
Madrid fuimos paqueados desde las ventanas de un edificio que por lo visto era
la embajada de Finlandia pero además un refugio de fascistas. Sin pensárnoslo
mucho y a despecho de las probables consecuencias diplomáticas, la asaltamos.
En su interior descubrimos un verdadero arsenal de armas modernas, de las que
nos apropiamos. Nuestro destino era un colegio entre Hortaleza y Ciudad Lineal
al que llegamos cansadísimos. Poco antes que nosotros vinieron a Madrid los
comunistas catalanes de la columna Libertad-López Tienda que en teoría debía
quedar bajo el mando de Durruti, aunque sus jefes se negaron a permitirlo.
Habían entrado en combate el día anterior y por lo visto con resultados
desastrosos. Todos nos advertían que la dureza de la lucha aquí nada tenía que
ver con las escaramuzas del frente de Aragón. Apenas pudimos descansar pues al
ser tan dramática la situación del frente y al carecer el mando republicano de
reserva alguna, la columna entró en línea a las dos de la madrugada del día
siguiente, 16 de noviembre. Los
regulares, esos viejos conocidos míos, habían logrado cruzar el
Manzanares y ahora se luchaba en los edificios inconclusos de la Ciudad
Universitaria, zona de Moncloa. Ese era el punto de mayor peligro y era también
el que Durruti había pedido para nosotros. Todavía combatían en ese sector lo
que quedaba de la López Tienda así como varias brigadas internacionales. En la
retaguardia, como mínimo refuerzo dispuesto a entrar inmediatamente en combate,
esperaban dos columnas del Quinto Regimiento. En nuestro sector estaban las
facultades de Medicina y Farmacia además de la escuela de Odontología y la
facultad de Ciencias, donde Durruti situó su puesto avanzado. El coronel Rojo,
muy en la línea de Ferdinand Foch[7],
decidió que la situación era tan desastrosa que sólo procedía el ataque.
Nuestro avance debería de haber
coincidido con el de otras unidades de las brigadas internacionales pero su
responsable, Kleber, decidió posponerlo unas horas con lo que nos encontramos
en el centro de la acción casi en solitario. Para colmo de males nuestro avance
coincidió con uno ya iniciado por el enemigo con lo que el choque fue
espantoso, llegándose enseguida al cuerpo a cuerpo. Ya de madrugada habíamos
logrado tomar el Asilo de Santa Cristina y el Clínico. Los facciosos tenían
abundante apoyo artillero y aéreo aunque, ya amanecido, hizo su aparición la caza
republicana, los famosos “Chatos” que produjeron varios derribos en las
escuadrillas enemigas. Dos aviones cayeron en nuestras líneas, creo que eran
biplanos Heinkel alemanes. A las once de la mañana aproximadamente un batallón
del Quinto Regimiento apareció y nos ayudó a sostenernos en el Clínico, donde
se luchaba planta por planta y arrojando granadas por los huecos de las
escaleras. Se nos hizo imposible conquistar la facultad de Filosofía y Letras,
pese a la llegada de refuerzos de otras unidades. Las pérdidas eran cuantiosas
y nuestro estado de cansancio por el largo viaje no contribuía precisamente a
mantener la moral.
El 17 fue todavía peor, las
concentraciones de fuego artillero eran muy densas así como la acción de la
aviación alemana e italiana. Ese día atacaron los regimientos facciosos de
Asensio y Serrano. A Serrano se le encargó recuperar el Clínico, pero para eso
tenía que pasar por el Asilo de Santa Cristina, en nuestras manos. Ante la
presión del enemigo el batallón del V Regimiento que estaba en el Clínico
flaqueó y retrocedió, dejando a nuestros hombres solos. Por fortuna el delegado
de la Durruti, Miguel Yoldi, al mando de un piquete los interceptó en Moncloa y
les convenció para que regresaran. Así llegamos a la noche del 17 al 18, cuando
por fin llega una centuria de refuerzo proveniente de la columna confederal de
Cipriano Mera, bregada en la lucha y conocedora del frente madrileño. Durruti
estaba impresionado de la dureza de la lucha y era continuamente bombardeado
por peticiones de nuestros delegados que le pedían ser relevados. Las bajas
llegaban a un 30 o un 40% en apenas dos días de combate. Muchas unidades
estaban aisladas y no recibían alimentos ni atención médica. Llevábamos dos
días sin apenas comer y el frío y la lluvia contribuían a la general
desmoralización. Durruti visitó los puestos avanzados impartiendo consignas y
promesas y nos pidió que resistiéramos un poco más, que la situación no podía
ser peor pero que si conseguíamos aguantar donde estábamos todavía quedaba una
esperanza. Fue una noche terrible, con cargas a la bayoneta en la oscuridad y
con un goteo imparable de bajas por ambos bandos. Por desgracia el enemigo
recibía constantes refuerzos. Nosotros no. De no ser por nuestros dinamiteros
nos hubieran sin duda rebasado en varias ocasiones, pero las famosas Granadas FAI[8] demostraron su ya
probada calidad defensiva.
Al día siguiente continuaron los
bombardeos y estaba claro que no aguantaríamos mucho más. Era una lucha contra
reloj. Los hombres estaban como alucinados, en estado próximo al de shock por los continuos bombardeos y el
fragor de las explosiones. Los ojos rojos, la mirada extraviada, los gestos
imprecisos... No, no duraríamos mucho más...
En la retaguardia Durruti trataba a
toda costa de pactar un relevo y darnos el necesario respiro. Los mejores hombres habían muerto o, como Yoldi,
Manzana y Mira, estaban heridos. La prisa por ponernos en línea había sido
fatal, ahora no había fuerzas disponibles para relevarnos y el comprobar cómo
las unidades de internacionales o los batallones comunistas eran sustituidos
regularmente producía en nosotros una sensación enervante de agravio
comparativo. Pero Madrid no era Barcelona y las peticiones desesperadas de
Durruti a los comités confederales para que le proporcionaran milicianos de
refresco se toparon con la negativa. La CNT tenía, en Madrid, una fuerza que no
llegaba ni al 30% de la organización catalana y sus efectivos disponibles
habían sido ya movilizados tanto en unidades con mando confederal como en otras
no confederales, de donde ya no podían ser retiradas. Los hombres que Durruti
necesitaba o no existían o no estaban todavía preparados para la lucha. Había
que resistir, no quedaba otro remedio, el frente comenzaba a estabilizarse y no
era el momento de flaquear.
Durruti fue al Ministerio de la
Guerra y se entrevistó con Miaja y Rojo. Les dijo que de su unidad apenas
quedábamos 400 hombres aptos para la lucha. Se le contestó que no había
reservas, pero que de todos modos se intentaría relevarnos el 19. Habríamos de
aguantar hasta entonces. También le dijeron que las próximas 24 horas iban a
ser decisivas para Madrid. Si conseguíamos retener al enemigo en Moncloa la
capital se salvaría, de lo contrario los moros llegarían a la Puerta del Sol en
un día o dos a lo sumo.
No quiero ser mal pensado pero
curiosamente de todas las unidades que combatían en Madrid en ese momento la
columna Durruti (o lo que quedaba de ella) era la única que se había negado a
aceptar la militarización. Todas las demás, incluidas las confederales, habían
asumido la estructura y los grados militares. La Durruti, por cierto, tampoco
tardaría mucho en hacerlo. Pero Buenaventura no quería la militarización y
pensaba discutir esta cuestión con otras unidades anarcosindicalistas. Para
ello había convocado una reunión para ese 19 de noviembre. Mera proponía que
todas las fuerzas libertarias de Madrid se agruparan en una sola unidad bajo el mando de Durruti, pero este se mostró
escéptico. Al fin y al cabo su intención fue siempre la de volver a Zaragoza
cuya suerte le interesaba mucho más que la de Madrid. Mera tuvo que salir,
reclamado por una cuestión militar, y la reunión quedó suspendida. Jamás se
reanudaría...
Había que terminar de tomar el
Clínico, pues en algunos pisos se habían hecho fuertes los regulares. Para ello
se contaba con las exhaustas tropas de la víspera apenas engrosadas por unas
pocas decenas de milicianos que habían llegado desde Barcelona y la centuria de
Mera que mandaba un tal Villanueva.
La jornada del 19 estuvo marcada,
como las anteriores, por la lluvia, el viento y el frío. Los facciosos estaban
en los pisos bajos del Clínico y nuestros hombres quedaron aislados en las
plantas superiores. Había que ayudarles.
Esa misma mañana se cruzaron los dos
famosos partes de guerra entre Mira (herido) y Durruti. Decían así:
Camarada
Durruti: Nuestra situación es desesperada; procura, por los medios que sean,
sacarnos de este infierno. Hemos tenido muchas bajas, y por si eso fuera poco,
son siete días los que ni comemos ni dormimos; por lo tanto, reconozco que
físicamente estamos deshechos... Espero tu pronta contestación. Te saluda.
Mira.
Y
Durruti le contesta:
Compañero
Mira: Reconozco vuestro agotamiento físico, porque el vuestro es el mío propio;
pero ¿Qué queréis, amiguitos? La guerra es cruel. No obstante la situación ha
mejorado. Vosotros tenéis que continuar en vuestro puesto hasta que os
reemplacen, que será fácilmente hoy mismo. Os saluda.
Durruti.
A
mi juicio sobraba el compadreo del amiguitos,
algo extemporáneo en el contexto. Puede que Mira exagerara un poco con lo de
los siete días y algo comíamos, de vez en cuando, pero en general esa era la
situación. Y era insostenible. Y Durruti lo sabía.
Lo demás es Historia. Como es
sabido, finalmente, algunas unidades confederales se retiraron del frente. No
fue una desbandada ni mucho menos, apenas unas decenas de muchachos incapaces
de aguantar más que retrocedieron para buscar algo de comida, un trago de vino
o un paquete de tabaco. Sin duda hubieran regresado en pocos minutos pero en
aquel momento el efecto de su marcha resultaba desmoralizador por más que
observáramos a diario comportamientos semejantes en otras unidades. Alguien fue
con el cuento a Durruti que en ese momento debía partir para reunirse con los
comandantes de otras unidades y este decidió, preocupado, acercarse al frente.
Allí, frente a la Ciudad
Universitaria, lo mismo que le había pasado a Yoldi pocos días antes, se
encuentra con algunos milicianos que vuelven del frente y les convence para que
regresen. A continuación se escucha un disparo y Durruti se derrumba sobre el
vehículo que le había traído. Sobre estos hechos se han tejido decenas de
teorías y como yo no estaba allí y he visto que los testigos ni siquiera se
ponen de acuerdo sobre cosas tan rotundas y contundentes como la marca del
coche, el número y los nombres de quienes le acompañaban, si el disparo fue uno
o fueron varios, si se produjo desde pocos centímetros (a quemarropa) o a
cientos de metros, etc. pues no voy a ser yo quien diga nada nuevo ni
concluyente sobre el tema.
Tan sólo haré una precisión sobre el
famoso “naranjero” que pudo ser la causa de su muerte (aunque Durruti no solía
llevar naranjero sino un revólver). Conozco bien esa arma porque la he usado en
ocasiones.
El llamado “naranjero” es una copia
de un modelo alemán, el subfusil Schmeisser. La primera versión no tenía
selector entre tiro a tiro y ráfaga, por lo que sólo iba a ráfaga. La segunda,
ya fabricada en Valencia a partir de 1938, sí tenía selector, pero ninguna de
las dos versiones tenía seguro. Por lo tanto la única manera segura de llevar
el arma era sin montar. Había que montarla, tirando de una palanca, sólo antes
de hacer fuego. Lo malo es que una vez que se ha disparado, salvo que se agote
el peine, siempre queda montada. La causa es que funciona por inercia de masas,
es decir, por el propio peso del cerrojo que se acciona con el retroceso del
primer disparo. El peligro es que como muchas armas automáticas, puede
“montarse” sola al darle un fuerte golpe contra el suelo o contra una
superficie dura e incluso agitándola intencionadamente provocando el movimiento
del cerrojo. Entonces el arma queda montada.
Hay que pensar que dentro de un
coche no pueden llevarse los mausers normales, que son muy largos y habría que
sacarlos por fuerza por las ventanillas, ni siquiera los mosquetones, más
cortos (arma de caballería o de cuerpos de seguridad), pero todavía demasiado
largos. Quizá una tercerola –más pequeña aún que el mosquetón- sería más
adecuada. Alguien que se desplaza con frecuencia en coche sólo puede llevar
armas cortas: pistolas, o subfusiles, es decir, naranjeros. Hay, de todas
maneras, muchas contradicciones en todo lo que se ha dicho. Durruti usaba un
colt (parece que un regalo de libertarios franceses, comprado por suscripción
popular) pero puede que sus acompañantes usaran subfusiles. No el sargento
Manzana que estaba herido y llevaba el brazo en un cabestrillo, pues para usar
un subfusil hacen falta dos manos.
Otra contradicción es que si era el
modelo primitivo, que únicamente disparaba en ráfaga, ¿como podía tener Durruti
una sola herida? Pero Manzana confesó a García Oliver que hubo varios disparos.
Esto es coherente pero, en principio, creo que todos los demás testimonios
hablan de un sólo disparo. Sólo es posible en el caso de que en el arma quedara
un único cartucho, resto de la última salva disparada, con lo cual resultaba
indiferente que el disparo fuera o no a ráfaga. Juan García Oliver, sin
embargo, duda, porque dice y repite que él jamás vio a Durruti empuñando un
naranjero e ironiza sobre el asunto diciendo que se hacía acompañar siempre de
un fotógrafo y que entre todo el amplio material gráfico jamás aparece el dichoso
naranjero. Cosa que es cierta.
Un mes y pico antes de acudir in extremis con su Columna, Buenaventura
había estado en Madrid, primero clandestinamente y luego ya a las claras. ¿Cuál
fue el motivo de su primera visita?
Dice mucho de la perspicacia y de la
formación intelectual de Durruti (por muy autodidacta que fuera) el que ya a
finales de septiembre de 1936 se hubiera dado cuenta de los peligros que
acechaban a la recién nacida Revolución y estuviera trabajando para disiparlos.
Su conferencia en la cumbre con Largo Caballero, a quien Durruti consideraba
–equivocado o no- el líder de la parte más sana del socialismo español, trató
de despejar uno de los problemas con los que se encontraban las recién creadas
milicias: la falta de armamento. Era un absurdo, pensaba Durruti, que las
tropas fueran incapaces de alcanzar sus objetivos por falta de cañones, aviones
o ametralladoras, cuando las arcas del Banco de España contenían una cantidad
insospechadamente grande de reservas en oro y plata. Es curioso, ciertamente,
que un país de tercera fila como era ya entonces España poseyera tales
reservas, que en 1936 eran nada menos que las cuartas del mundo. Se ha dicho, y
se piensa, que esta riqueza provenía de la época imperial, el oro de América,
pero cualquier estudioso de la historia sabe que tales caudales pasaban
directamente de los galeones a las arcas de los banqueros Fugger como pago de
deudas previas de los reyes españoles. No, el oro procedía de los pingües
negocios que España había efectuado durante la Primera Guerra Mundial. Pocos
saben que las principales fábricas de motores de aviación de los aliados
estaban en Barcelona y Guadalajara. Los motores Hispano Suiza, con bloque de
aluminio, superaban a cualesquiera otros fabricados por Francia o Inglaterra y
durante los años de la guerra se produjeron casi 50.000 unidades. Esto, unido a
todo tipo de suministros alimentarios, textiles, etc. contribuyeron al
enriquecimiento desmesurado de algunos.
Durruti propuso a Largo Caballero
que se encomendara a la Asociación Internacional de Trabajadores, que presidía
Pierre Besnard, la adquisición en los mercados extranjeros de este necesario
material de guerra. Así, al diversificar la fuente de los suministros, se
evitaría lo que ya estaba a punto de suceder, que el Partido Comunista, apenas
existente hasta el 18 de Julio, alcanzara una preeminencia injustificada
gracias a ser el administrador del armamento soviético. En un primer momento
Caballero pareció no sólo de acuerdo, sino que consideró doblar la cantidad que
Durruti le había sugerido pero poco después se echó atrás inopinadamente. ¿La
causa? El 4 de septiembre había sido nombrado ministro de Hacienda Juan Negrín,
socialista de carné pero comunista de obediencia, quien tramó enseguida llevar
los fondos españoles a Moscú. Negrín era, en efecto, miembro de la pantalla
prosoviética Amigos de la URSS y
despachaba casi a diario con el agente de la NKVD Rosenberg (luego fusilado por
Stalin).
Algo de esto se sabía o se
sospechaba en los ambientes confederales y Durruti, hombre de acción, pensó
enseguida un modo de impedirlo aplicando la Acción Directa libertaria. La plana
mayor de la CNT aprobó el golpe de mano y encargó su ejecución a Diego Abad de
Santillán, García Oliver y, por supuesto, Buenaventura Durruti. Santillán
partió para Madrid, donde se estableció, y poco después se le unió Durruti, que
viajó en un avión pilotado nada menos que por André Malraux. Es curioso que el
centro de operaciones estuviera en un piso de Cuatro Caminos muy cerca de donde
poco después moriría misteriosamente. La fuerza que debía respaldar la acción
era la columna Tierra y Libertad,
radicada en el frente de Madrid y formada por unos 6 batallones de combatientes
anarcosindicalistas ya fogueados en la guerra. El sindicato de ferrocarriles de
la CNT fue encargado de formar un convoy capaz de transportar la áurea
mercancía. Hay que reconocer que Durruti tenía experiencia en asaltar bancos y
también que muy probablemente hubiera bastado con la intimidación de la fuerza
para que la escolta del banco hubiera entregado los fondos. De no ser así,
había dinamita de sobra en los polvorines confederales. Durruti odiaba los
enfrentamientos enconados y era partidario de la acción rápida y resoluta, por
lo que es muy posible que hubiera conseguido su propósito y cuando el gobierno
republicano hubiera querido reaccionar el oro viajaría ya hacia Catalunya de
donde iba a ser muy difícil que volviera.
Resulta gratuito especular con las
consecuencias del golpe de mano, pero es inevitable pensar que una de las primeras
hubiera sido que el peso del comunismo totalitario en España no hubiera pasado
de testimonial, en proporción a su verdadera penetración social, que era muy
reducida. Conservando la libertad de acción es muy probable que se hubiera
podido conseguir más y mejor material en los mercados mundiales o incluso la
creación de una industria de guerra, cuyos rudimentos ya existían en España. Hay
que decir que el material soviético, aunque moderno en el 36, quedaría
rapidamente obsoleto y no sería renovado hasta el fin de la guerra.
El asalto se debía de producir en
los primeros días de octubre. Con el oro en mano se conseguirían armamentos
suficientes. Una vez armadas adecuadamente las columnas que sitiaban Zaragoza y
Huesca, estas dos ciudades caerían y con un esfuerzo más se podría unir la zona
del Cantábrico con el resto de la España leal. Aunque no fuera así, la ofensiva
sobre Aragón haría que los fascistas levantaran el cerco de Madrid. Hay que
reconocer que a Durruti le preocupaba mucho más lo que pasara en Zaragoza que
lo que pasaba en Madrid.
Sin embargo, nada de esto sucedió.
Pocas horas antes de que el plan entrara en vigor su principal responsable,
Abad de Santillán, se echó atrás. Abortado el asalto, sólo quedaba confiar en
las buenas intenciones de Largo Caballero, pero Durruti, augurando que sus
gestiones no progresarían, se marchó de Madrid. De alguna manera debió intuir
que la Revolución estaba perdida y, con ella, la guerra.
Efectivamente, pocos días después
Besnard le confirmó que Largo Caballero se había desdicho y casi inmediatamente
el Gobierno de la República publicó un decreto que obligaba a la militarización
de las milicias populares. Faltaban muy pocos días para que el oro que Durruti
no había podido rescatar saliera rumbo a Cartagena primero y a Moscú poco
después…
En noviembre la situación de Madrid,
casi completamente cercado y con la cuña de las tropas regulares ya metida en
plena Ciudad Universitaria, era angustiosa. El gobierno, incluidos los
“ministros” anarcosindicalistas, abandona la ciudad. Largo Caballero el Lenin español, deja un sobre con
instrucciones al jefe militar de la plaza, Miaja, con la orden de que no lo
abra antes de las seis de la mañana del
día siete de noviembre. Lo que le hubiera mantenido ignorante de lo que pasaba
durante toda la noche. Por fortuna Miaja abre la carta y se da cuenta de que no
iba dirigida a él, sino al general Pozas, jefe del ejército del Centro,
mientras que su sobre estaba en manos de Pozas. Un error sin duda achacable a
las prisas y al canguelo. Como Pozas estaba en su despacho, intercambian las
cartas y se dan cuenta de que les han dejado solos frente a una invasión en
marcha.
La reacción del pueblo al enterarse
de la vergonzosa y vergonzante huída es de indignación. Pero también de cierto
alivio, la consigna del día es: ¡Viva
Madrid sin Gobierno!
Es
sabido que Durruti no quería volver a Madrid, primero por el mal gusto de boca
que le dejó el fracaso de su proyecto de apoderarse del oro y de otro porque
pensaba que era mucho más interesante tomar Zaragoza. Pero las presiones del
organigrama confederal fueron enormes. Quiero pensar que si su llegada se
hubiera producido un mes antes muy posiblemente hubiera ayudado a dar un vuelco
a la situación, reeditando, quizá, el fenómeno de florecimiento libertario que
se vivió en Barcelona pocos meses antes. Su figura inspiraba confianza y el
proletariado madrileño le adoraba.
Para cuando Durruti muere la
Revolución ya había periclitado, aunque el desplome completo tardaría en
manifestarse varios meses.
Su entierro dejó una impresión
desoladora: era el fin de una época. La intención de hacerle unas pompas de
hombre de Estado no podía ser más descarada, sólo faltaba su caballo marchando
al paso tras el armón ¿quién sería el genio que dispuso que la banda municipal
de Barcelona interpretara los acordes de la wagneriana Gotterdämerung? ¡Señores! Durruti no es Sigfrido y, si lo parece,
¿quién le ha traicionado? Se calculó en
doscientos, en trescientos mil, los asistentes al entierro, y alguien, aficionado
a los records y a las comparaciones dejó escrito que ni en el entierro de Lenin
hubo tanta gente. Y yo digo: no puede compararse, porque Lenin era el jefe de
un estado ya asentado y Durruti no lo era. Pero basta… No puedo seguir
razonando, se me desatan las lágrimas cuando recuerdo la cercanía de este
hombre y sus palabras explicando que, en casa, hacía las labores del hogar,
fregaba, cocinaba, o bañaba a su hija, o cuando pienso en que al morir no dejó
ningún bien ni propiedad, salvo su panoplia escueta de guerrero o la
modestísima petición de ¡100 pesetas! al Comité Nacional de la CNT. Basta.
Seamos sinceros, no comparemos su entierro con el de Lenin, aunque fuera más
multitudinario, sino con el de Koprotkin, que fue una especie de burla pomposa
tramada por los bolcheviques para dejar bien claro que el anarquismo había
muerto para siempre. Una mofa camuflada de respeto, que es el peor sarcasmo. Y
así el sepelio de Durruti, que sellaba la muerte de la Revolución, anunciaba
también la derrota de la Guerra Civil y proclamaba, por si alguien no se había
ya dado cuenta, el canto de cisne de la anarquía, la muerte de la Primera
Internacional, el triunfo póstumo y precario de Marx sobre Bakunin… Para mí fue
el principio del fin, y el comienzo de mi definitiva decepción del género
humano…
Y fue peligro mayor caer en el durrutismo, pretender petrificar lo que
era un movimiento hacia delante, que si se paraba moría. Y tras la muerte y el
entierro multitudinario vienen, como en la vida real, las disputas de los herederos.
Para el Partido Comunista si vivo era un problema muerto se convertía en un
símbolo fácil de arrebatar a los libertarios, reduciéndolo a una expresión
facial intolerante, una gorra de visera (o un gorrillo cuartelero con los
colores confederales) y unas cuantas consignas sacadas de contexto. Pero otros,
claro (y pienso en Balius[9] y
en Los Amigos de Durruti) trataron de
que su ejemplo –el de verdad- no cayera en el olvido. Todos se equivocaban,
aunque en diferente sentido, porque ni los primeros podían apoderarse
–impunemente- de una trayectoria tan clara ni los otros podían limitar a la
influencia de Durruti el fenomenal impulso que surgió de la Barcelona
libertaria del verano del 36, labor de cientos, de miles, de durrutis anónimos,
fruto de una gimnasia revolucionaria
que habían venido practicando –al menos- las tres últimas generaciones de
anarcosindicalistas…
[2] Entonces formaba parte de
esta unidad, que se convertiría en la División 29, el irlandés Eric Blair,
luego muy conocido en los ambientes literarios por su seudónimo George Orwell. Por supuesto entonces
nadie sabía quien era y sólo destacaba, según me dicen, por su elevada
estatura. Volvimos a estar del mismo lado de la trinchera, aunque de nuevo sin
llegar a conocernos, en los Fets de Maig,
él defendiendo la sede del POUM en el Hotel Falcón. Blair se había alistado en
las milicias del POUM por pura casualidad pero, cuando empezó el tiroteo de
Mayo no dudó qué partido tomar. Escribe en su Homenatge a Catalunya: “quan veig un obrer de carn y ossos en
conflicte amb el seu enemic natural, el policia, no m´haig de preguntar mai a
favor de qui vaig” (Cuando veo a un obrero de carne y hueso combatiendo contra
su enemigo natural, el policía, no tengo que preguntarme a favor de cuál
estoy).
[3] Sólo la muerte pone de
manifiesto lo poco que son los cuerpos humanos.
[4] ¿A quién has visto que se
contente con un solo crimen ?
[5] Así llamaban las tribus de
la selva a Tarzán en las novelas de Edgard Rice Burroughs.
[6] Alambre de espino, en
catalán en el original.
[7] A él se le atribuye la siguiente proclama: Mi retaguardia cede, mis flancos han sido
rebasados, mis comunicaciones están cortadas... ¡La situación es excelente!
¡Ataco! ¡Ataco! ¡Ataco!
[8] Botes de explosivo con una mecha corta.
[9] Jaime Balius, periodista y
militante libertario. Procedía del sector más radical de la Esquerra. Fue detenido tras los Hechos de Mayo, aunque luego liberado.
Murió en el exilio al terminar la guerra.